> Los
Colores
de la Carne
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Las políticas de representación del cuerpo han merecido durante las últimas décadas una atención recurrente tanto en el mundo académico como en el del arte, y la consolidación de una perspectiva feminista dentro de lo que en el mundo anglosajón se conoce como Cultural Studies desde fines de los 60 y principios de los 70 ha contribuido a renovar sus modelos de representación. La cosificación del cuerpo, pero sobre todo su tratamiento como mercancía, ha centrado una buena parte de los análisis, necesariamente multidisciplinares, que mediante la intersección de disciplinas dispares (política de géneros, psicoanálisis, postestructuralismo, sociología de los media, antropología, postmodernismo, etc.) articulaba el debate ideológico entre ética y estética. En ese contexto el tema de la prostitución y del comercio sexual ha sido reflejado por la cámara, a veces incurriendo en un burdo voyeurismo pero otras con un plausible esfuerzo de interpretación crítica. Para este cometido, la fotografía, en su formato documental, se ha situado en un doble plano: primero, como información visual aportando datos de estudio que escapan a una descripción verbal; y segundo, como vía en la que basar un proyecto de expresión personal, es decir, un proyecto “artístico”. A lo largo de la historia diferentes corpus fotográficos documentales han traslucido múltiples sensibilidades hacia ese fenómeno social. En la época de esplendor de las cartes de visite, pasada la mitad del siglo XIX, para las incipientes fotos pornográficas los fotógrafos reclutaban a sus modelos en los burdeles, aunque, claro está, las imágenes no las identifican como prostitutas para no echar a perder el candor pictorialista que se pretendía. Será ya en las postreras décadas de ese siglo cuando retratos y desnudos se desprenden del aura artística para documentar con crudeza el comercio sexual y sus protagonistas. Así las fichas policiales que Francis Galton utilizara para fundamentar las leyes de la eugenesia o “darwinismo social”; catalogadas en burocráticos archivos, estas fichas compendiaban los rasgos fisiognómicos de diferentes categorías de delincuentes y transgresores de la moral victoriana que, junto a asesinos, estafadores, violadores y pederastas, incluía al colectivo de las prostitutas. Este tipo de registro clasificatorio persistiría posteriormente como forma de control policial y sanitario, definiendo a la postre el modelo de foto de identidad. En las antípodas de ese despiadado material gráfico se encuentra la visión sublimada de los burdeles del barrio de Storyville, en Nueva Orleáns, que E. J. Bellocq realizara hacia 1912. En magníficas puestas en escena Bellocq nos presenta a las estrellas de las bulliciosas casas de citas como sensuales odaliscas. Un largometraje del realizador francés Louis Malle ofrece una versión dramatizada de esa etapa de la vida de Bellocq: Pretty Baby (1972). Ya más entrado
el siglo XX, Eugène Atget recorrió las calles de París cámara en ristre
dejando constancia de las gentes y las arquitecturas que las poblaban. Walter
Benjamin escribió de él que fotografiaba los lugares como si fueran escenarios
de un crimen, y los surrealistas lo erigieron en mito por su estética del
abandono. Para Atget las prostitutas son tan consustanciales a la vía pública
como las aceras o las farolas: de ahí esos retratos lánguidos y
cariacontecidos que personifican espectros de una ciudad fantasmal. Con el
auge del fotoperiodismo moderno a partir de la época de entreguerras,
los reportajes de los bajos fondos y de la vida nocturna se diversifican
multiplicando sus enfoques, desde Henri Cartier-Bresson a Christer Stromholm.
Fue quizás Brassaï quien sacó mayor provecho del tema condensándolo en su
intenso libro Paris de nuit (1933). Hasta este
punto, la nómina fotográfica ha sido exclusivamente masculina. Sin embargo,
desde los 70 el panorama presenta síntomas de cambio que son consecuencia del
proceso normalizador de incorporación de la mujer en el mundo profesional y
artístico: a partir de ese momento mujeres fotógrafas participarán en las
tareas de documentar el tema de las trabajadoras del sexo. Autoras cuya
mirada, como es lógico, entrevé otro tipo de valores, los cuales justamente
esbozarán el hilo conductor de la exposición Los colores de la carne.
En general estas autoras no se plantean el tema desde la alteridad sino desde
un sentimiento de pertenencia. No hay ni escarnio ni crítica paternalista sino
una voluntad de mostrar ese fenómeno desde la comprensión y la solidaridad. La
retórica visual sigue a ese planteamiento con rasgos fácilmente discernibles,
siendo el principal la voluntad dedes-erotizar el cuerpo, de alejarlo
de sus codificaciones como mercancía. Bajo estos parámetros se ha reunido aquí una selección de ocho autoras que, en su conjunto, ofrecen una panorámica completa sobre el comercio sexual en sus múltiples ámbitos y desde estilos y estrategias muy diversas. Todos estos proyectos, menos el último, han merecido publicaciones monográficas, que ordenadas cronológicamente son las siguientes:
Carnival Strippers (1976), de Susan Meiselas Con todas estas series, Los colores de la carne aspira a dar voz (y ojos) a las mujeres, para que puedan ofrecer su versión de una problemática que les incumbe, pero también para que todos, sin distinción de género, comprobemos cómo la gestión de la mirada implica poder. Porque, como sostenía Susan Sontag, toda mirada señala una perspectiva ética. |
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