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La performance al museo

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Entre el margen y el museo: la performance disciplinada
Silvio De Gracia

Texto publicado en Revista EFÍMERA,
Acción MAD! Madrid, España [2010]

www.silviodegraciaperformance.net


 

“El arte está allí, donde tú estás” Robert Filliou

Desde las pioneras acciones de futuristas y dadaístas, las prácticas del cuerpo que luego derivarían en el arte acción y la performance han conjugado la vocación transgresiva anti-institucional con una serie de estrategias artísticas autogestionarias. Cuando la performance adquiere su especificidad y se consolida en las décadas de 1960 y 1970, junto a la dematerialización que rompe con la mercantilización y la fetichización del arte objetual, los artistas también intensifican la búsqueda de vías alternativas de organización que dislocan y subvierten los marcos restrictivos de las instituciones artísticas. Fuera de las instituciones, filosóficamente liberada de su lógica normalizadora y concentracionaria, la performance reivindica una índole de exploración y transgresión permanente, una dinámica de desinhibición y de no alienación. De este carácter esencialmente insurreccional, proviene una serie de planteos prácticos y filosóficos que han proyectado históricamente un aura de marginalidad sobre el arte acción o la performance, un rasgo que se ha acentuado con el tiempo, y que se ha traducido en modelos organizacionales autónomos orientados al desborde del tejido orgánico institucional.

Desde sus inicios, la performance se ha autodefinido como un arte de los márgenes, un lenguaje subversivo que se contrapone a los límites y a los formalismos institucionales, una auténtica “disciplina indisciplinada” (1). El margen, que funciona como una demarcación táctica, es una categoría que no sólo ha identificado y caracterizado al arte de performance, sino que le ha permitido mantener la vigencia de su discurso confrontacional y liberador. El margen es una emergencia matricial, una territorialidad simbólica, que intenta preservar la pureza originaria de la performance frente a las contaminaciones normativas que le inyectan los mecanismos de las instituciones artísticas. Pero el margen, o los márgenes, se desdibujan o fisuran en un nuevo contexto de grandes transformaciones que están impactando dramáticamente sobre el arte de performance. Los cambios más recientes, aquellos que vienen provocando grietas y alteraciones en los micro-circuitos alternativos de la performance, son los que impugnan la severa polarización entre los ámbitos incomunicados de las redes marginales y la oficialidad institucional. Estos cambios se inscriben en el proceso continuo y acelerado por el cual el sistema del arte global, con su discurso multiculturalista y homogeneizante, articula su utopía integradora y la absorción y recapitalización simbólica de prácticas periféricas o marginales.

Bien sabemos que desde hace algunos años, la performance viene despertando un interés intenso e impensable en el seno del circuito oficial del arte, lo que ha derivado en un flujo sostenido desde las galerías privadas y los espacios públicos hacia los grandes museos y bienales del mundo. Incluso, los encuentros y festivales que antes eran casi exclusivamente producidos por los propios artistas, ahora están siendo gestionados y administrados en forma creciente por instituciones artísticas. Consecuentemente, el producir que se identificaba con un hacer, esencialmente efímero e inmaterial, es reprocesado por la institución que privilegia el hacer que se convierte en producto, funcionalmente fetichizado y documentado. La performance está afrontando un proceso de “museización” que obliga a recartografiar sus horizontes y que provoca desplazamientos paradójicos y fracturas conceptuales. Desde los márgenes o desde una escena periférica, la performance transita hacia el centro, hacia el territorio hiper-institucional del museo. Este tránsito, que obliga a la negociación y a la traducción de códigos, se resuelve en un impacto desustancializador, en una desnaturalización de su potencialidad rupturista que la disciplina y la torna obediente a la racionalidad de la institucionalización y sus procedimientos legitimadores.

Una reciente retrospectiva de Marina Abramovic, The Artist is Present, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, da cuenta acabadamente de las formas de contaminación y disciplinamiento que las grandes instituciones vienen desplegando sobre el arte de performance. En esta muestra, según explica Arthur C. Danto en un artículo publicado en el New York Times, la artista se vio obligada a negociar con la institución respecto a ciertos rasgos formales de sus obras, hasta llegar a la modificación de algunos de sus planes originales. Danto, quien escribió el principal ensayo del catálogo de la muestra, refiere que una de las ideas que Abramovic imaginó primeramente para ejecutar una performance especial para el MoMA presentaba ciertas cosas que resultan aceptables en un espacio de galería, pero que en el espacio público de un museo serían cuando menos cuestionables. Lo cuestionable o lo impresentable en esta pieza incluía secuencias en las que la artista orinaba o se quedaba parada desnuda, llorando sobre un andamio. Danto llega a afirmar que para la muestra del MoMA, entre otras ideas que fueron descartadas, “la desnudez tenía que negociarse” (2). Estos detalles que aporta el crítico norteamericano no pueden no despertar inquietud entre quienes conciben la performance como un lenguaje de transgresión absoluta, intraducible e inasimilable a los parámetros normalizadores y represivos del poder institucional. Para entender aún más la situación, hay que recordar también la muestra de una semana llamada Seven Easy Pieces (Siete piezas fáciles), en el Museo Gugenheim, en 2005, donde Abramovic recreó sus propias performances y las de otros artistas. Algunas de estas recreaciones se incluyeron luego en la muestra del MOMA, con lo que se torna evidente que éste y otros museos no sólo están interesados en exhibir performances, sino también en adquirirlas. Lo discutible es que para el museo adquirir piezas de performance supone cada vez más la posibilidad de que las mismas puedan ser recreadas, al estilo de las obras teatrales que pueden ser representadas indefinidamente. Este recurso de la recreación de las piezas, apuntalado por la ideología de la obra y el consumo, podría introducirse entonces en el lenguaje performático como un violentísimo elemento distorsionador: es posible que la discriminación entre actor y personaje, que es convencional y aceptable en el teatro, se transfiera a la performance, provocando una disociación entre el artista y el performer; como también se corre el riesgo de que la naturaleza representacional de lo teatral irrumpa en lo performático y lo contamine, imponiéndole la ortodoxia de la representación, la retórica sumisa del libreto predeterminado y del repertorio oficializado. Ante este avance teatralizador, no hace falta recordar que la performance es presentación antes que representación y que, desde una concepción clásica o purista, no podemos siquiera imaginarla ejecutada por un cuerpo otro, un cuerpo mercenario o interpretativo, distinto al del propio artista.

Las transformaciones que se están introduciendo en el campo de la performance, ejemplificadas paradigmáticamente en la relación actual entre Marina Abramovic y los grandes museos, se revisten entonces de una resonancia traumática inédita y potentísima. Se trata de cambios que inciden directamente sobre la esencia del lenguaje performático, provocando una turbulencia ideológica y metafísica. Por un lado, hay un desbordamiento de los márgenes, un fluir de las acciones que se re-direccionan hacia el centro, hacia el espacio de máxima visibilidad encarnado por la institución-museo; por otro, se registra un proceso de revisión y reformulación de sus códigos y principios más definitorios e indiscutidos. Al primer orden de cambios corresponde un tránsito desde lo contrainstitucional a lo institucional, un pasaje desde zonas de disidencia y productividad crítica hacia espacios de neutralización y disciplinamiento social y simbólico. En estas instancias, cualquier tipo de acomodamiento a las reglas de los espacios institucionales, si aún creemos en la pureza subversiva y contrainstitucional de la performance, puede interpretarse como una claudicación de sus pulsiones contestatarias y dispersivas, como un abandono de su naturaleza liberadora en pos de la confortable pasividad de los territorios cada vez más neutros y acríticos de las instituciones artísticas. En cuanto al segundo orden de cambios, es posible inscribirlo en la dinámica de traducción y adaptación de lo performático al espacio aséptico y monitoreado del museo. Las modificaciones o reversiones, que no sólo afectan a las obras de Marina Abramovic, sino a las de numerosos artistas que ingresan en las instituciones oficiales, se originan en la ideología prohibitiva y normativizadora de la institución-museo. Con bastante frecuencia, esto se traduce en reglas que prescriben que las piezas de performance no deben provocar daños o roturas en las instalaciones del museo, que no deben ensuciar excesivamente, que no deben basarse en la utilización de elementos peligrosos para el propio artista y/o para el público, que no deben incluir actos pornográficos o agraviantes, entre otras cosas. De donde se deriva que la performance adecuada para el museo es aquella que renuncia a lo visceral, al riesgo, a la crudeza del cuerpo y a sus excreciones, a la poética del delirio y de la rebeldía, al anhelo de libertad absoluta, y como dijera Adorno, refiriéndose a la filosofía, al “pensamiento imposible de frenar” (3). En consecuencia, la performance “de museo” deviene “disciplinada”, peligrosamente desustancializada por la censura institucional y hasta por las violentas capitulaciones mutilantes de la autocensura.

A impulsos de la seducción exquisita de los grandes museos y los macro-eventos, la performance no sólo se disciplina y se recubre de docilidad en sus planteamientos formales, sino que también se abisma cada vez más en una discursividad acrítica y complaciente. Esta desviación desde lo intrínsicamente desestabilizante y provocador del lenguaje performático hacia prácticas desideologizadas y blandas, se registra dentro de un proceso de propagación de una estética de espectáculo y liviandad que aplana y des-dramatiza las imágenes, tornándolas adecuadas para el consumo fácil y la inmediatez de los tráficos comunicacionales de la globalización. En este contexto, remecido por las reglas del consumo cultural y del capitalismo de las imágenes, la performance parece abandonar indolentemente su potencialidad crítica para asimilarse pasivamente a las concepciones que las instituciones hegemónicas proyectan sobre ella, trazándole nuevos recorridos e imponiéndole re-codificaciones funcionales a la lógica del signo-mercancía. El costado crítico refluye y el discurso se trivializa en una performatividad que propende a la estereotipificación y a la opacidad de las imágenes, solidificándose en una estética digerible y consumible, fácilmente adaptable a la dinámica del ocio y el entretenimiento que impregna los modelos de administración de la institución-museo. Es cierto que aquí no se habla de los auténticos artistas de la performance, aquellos que, aún ingresando en el terreno reglamentado del museo, continúan rechazando sus enunciados disciplinatorios y apostando al desajuste, a la criticidad, y al desborde simbólico y formal que confieren significatividad a sus prácticas. En cambio, se alude a aquellos que se implican ocasionalmente con la performance, motivados por la posibilidad de incorporarse a las programaciones de los museos, las ferias y las bienales, cuyos mercados visuales ahora reclaman las imágenes de un arte acción que sorprenda y hasta divierta, pero que no llegue a inquietar ni interrogar demasiado. Y lo que ocurre con estos artistas de performance “aficionados” es que, al tiempo que se convierten en funcionales a los objetivos del museo, también desvirtúan intensamente las prácticas generando “imágenes sin huellas, sin sombras, sin consecuencias” (4), imágenes vaciadas de todo peso crítico y conflicto de sentido y que se nutren desprejuiciadamente del collage, del reciclado y del estereotipo de acciones precedentes.

De la marginalidad a la sobreexposición, de la autogestión militante a la tentación sacralizadora de los museos y las bienales, la performance enfrenta una encrucijada central y su respuesta es una oscilación difusa entre, por un lado, la fijación nostálgica con la ortodoxia o el enfoque purista y, por otro, el travestimiento o la reconversión de los viejos códigos para insertarse en los espacios condicionantes que proponen los aparatos institucionales exacerbando una espectacularización frívola de las acciones artísticas. Contra toda forma de disciplinamiento y banalización, lo más urgente debería ser que la performance recobrara y reivindicara su naturaleza marginal e insumisa, creando lo que Hal Foster llama un territorio de “autonomía estratégica” (5), es decir, un territorio- margen en el interior de lo institucional, que permita el desmantelamiento de todo encuadre restrictivo y la pervivencia de una discursividad crítica, insurgente e insatisfecha que pueda rehuir los guiones estandarizados del consumo y los silenciamientos cómplices de la cultura del espectáculo. Para que, finalmente, siga siendo una realidad, como lo ha señalado el performer Alistair MacLennan, que la performance, al igual que el agua, “fluye dentro, encima y a través de obstáculos y recipientes sin que la pueda atrapar ninguno de ellos” (6). Para que no se concrete la horrible paradoja de que la performance, una expresión esencialmente efímera y contra-objetual, concluya como un artículo más, inerme y petrificada, en el catálogo de un museo.

Notas

(1) MARTEL, Richard. “Discipline de l’interdiscipliné”, INTER - Art Actuel (Québec), 96 (2007), p. 2.

(2) DANTO, Arthur C. “Para el museo de la performance”, trad. de Elisa Carnelli, Revista Ñ -Clarín (Buenos Aires), 21 de agosto de 2010, pp. 12-13.

(3) ADORNO, Theodor. Consignas, Buenos Aires, Amorrortu editores, 1973, p. 14.

(4) BAUDRILLARD, Jean. La transparencia del mal, Barcelona, Anagrama, 1991, p. 23.

(5) FOSTER, Hall, “The Archive without Museum”.

(6) Mac LENNAN, Alistair, entrevista con Declan McGONAGLE, catálogo IS NO (Belfast), Arnolfini Bristol, Orchard Gallery Derry, Third Eye Centre Glasgow, Universidad de Ulster, 1988.