performance
& nuevos medios
 

artículo
videoperformances
volver

La acción detenida
Consideraciones acerca del registro
de la performance.

Clara Laguillo

Si hay alguna certeza del arte de performance es que en su indefinición está una de sus mayores características. Por ello, desde el punto de vista teórico, el arte de performance suele abordarse a través de la consideración y el análisis de prácticas concretas. Sin embargo, a pesar de la absoluta heterogeneidad del mundo performativo, en cualquier performance convergen al menos cuatro elementos que permiten esbozar una definición muy esencial de lo que se entiende por performance. Estos cuatro elementos básicos son: la presencia viva del cuerpo del artista (o su ausencia explícita), una relación de éste con algún tipo de audiencia (consciente o no, presente o no), la acción como vehículo de su existencia que condiciona un lugar concreto y, sobretodo, un periodo de tiempo determinado (de ahí, su condición efímera), y, por último, la introducción de lo imprevisible en su esencia. Todo lo otro es variable. Roselee Goldberg explica que por performance entendemos cualquier intervención por parte de un artista que puede ir desde series de gestos de carácter íntimo, hasta teatro a gran escala; con una duración de pocos minutos o de varias horas y hasta días; producida una sola vez o repetida muchas veces, con un guión preparado, o no, y espontáneamente improvisada, o ensayada durante algún tiempo.

Sea como fuere, de entre los elementos antes citados hay dos que tornan a la performance singular y aurática, usando la terminología benjaminiana: de un lado su condición transitoria, y del otro, el componente imprevisible que puede aportar la presencia de una audiencia, y/o su realización en un espacio público, entre otros.
Para Walter Benjamin el aura era el ‘aquí y el ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar en el que se encuentra’, y bajo estos preceptos Benjamin aunó gran parte de las obras anteriores al nacimiento de la reproductibilidad técnica, esto es, todas las obras anteriores a la aparición de la fotografía. Así, la performance es aurática en su sentido, puesto que se basa en un aquí y un ahora constituyentes de la misma, pero pertenece a una época en la cual la reproductibilidad técnica está plenamente desarrollada. Y ahí está la paradoja principal: ya que ninguna práctica artística logra desvincularse de la época a la que pertenece, parece lógico que la performance desde sus inicios vaya acompañada de un registro. Surgen, así, ciertas tensiones entre esta condición aurática del arte de performance, y el registro que suele acompañar a la acción, que bien puede ser fotográfico o videográfico, pero que, en cualquier caso, hace uso de medios de reproductibilidad técnica que, aparentemente, lo despojan de su aura.

Dichas tensiones tienen que ver con el terreno ambiguo que ocupa la fotografía y que se extienden al medio videográfico. La fotografía, además de ser un medio que se define por permitir alcanzar la reproductibilidad técnica, se preocupa en esencia del espacio y del tiempo. Se expone en museos y galerías, pero no logra desprenderse de su carácter documental. Responde a un sujeto, pero seguimos juzgándola por su objeto. La fotografía ocupa un lugar ‘entre’, esto es, entre la experiencia inmediata y la memoria a través del recuerdo. Éstos son los motivos por los cuales nos cuesta, todavía hoy, hablar de la fotografía como arte, puesto que su consideración es un vaivén permanente entre la esfera documental y la esfera artística.

La tensión aumenta si tenemos en cuenta que, si como medio ya se presenta de una forma problemática, lo es de una forma más compleja cuando se propone acompañar una acción artística que se define por su transitoriedad. Porque no debemos olvidar que entre el acto original y su registro se producen una serie de pérdidas que pueden afectar a la ontología de la propia acción. Surgen entonces dos cuestiones esenciales: ¿qué categorías adquieren nuestras formas de registro? Y ¿cómo nos enfrentamos a la experiencia que queda registrada?

Hoy más que nunca, el estatuto de la imagen debe ser repensado, puesto que define la manera cómo abordamos la realidad que nos circunda. Sabemos que existe una diferencia importante entre la experiencia en vivo y la experiencia en diferido, pero, ¿qué ocurre cuando las dos experiencias se complementan, y una deviene extensión de la otra? En estos casos ¿podemos hablar del registro de la performance como una obra de arte autónoma? ¿Es el registro capaz de generar experiencia, exactamente en la misma medida en que lo fue en su momento la performance matriz? Todas estas cuestiones no tienen una única respuesta, de nuevo hay que pensar y analizar casos concretos, pero la tesis que sostengo defiende que sí, existen registros que son verdaderas obras de arte, y, sí, son generadores de experiencia por sí solos (aunque sin duda la experiencia sea diferente a la que pudo tener la audiencia durante la acción performativa).

Aunque evidentemente encontramos fundadores del ‘live art’ como Allan Kaprow, que no solían registrar sus performances, encontramos también muchos artistas que desde los inicios tuvieron en cuenta el registro de sus acciones. La prueba está en que existen registros de acciones desde los inicios de la performance allá por los años 60, y ello nos lleva a pensar que existen razones para registrar la performance.

¿Cuál puede ser la razón principal para registrar la performance? Sin duda evitar que caiga en el olvido. Si el registro es una forma de documento, como tal puede ser introducido en la Historia, es decir, como documento físico adquiere un lugar, y, consecuentemente, una importancia. Como documento, además, tiene una pretensión de verdad, que es la misma que se asocia a la fotografía. Así, gracias a él, tenemos ‘una prueba’ de que hubo unos inicios en el arte de performance, y podemos conocerlos y entenderlos mejor a través de imágenes. Por eso, podemos entender que la integración de la acción performativa en la institución del arte fue proporcional a la expansión de su registro. Y, en cierto sentido, pues, la historia del registro de la performance es un indicador significativo de la evolución del arte en las últimas décadas, que explica cómo se ha ido expandiendo la necesidad de registrar (consecuente con la evolución tecnológica). Y el motor que lleva a registrar la performance es el mismo que explica por qué las preocupaciones de hoy tienen que ver con las formas de acceder a la información -también visual- y de jugar con ella en archivos y otros lugares.
En este sentido, el mundo aparentemente abstracto de la performance y su registro es particularmente representativo de nuestras formas contemporáneas de acercarnos a la experiencia y al pasado, y, como analogía de nuestra fiebre documental, es capaz de darnos una remota idea acerca de nuestra condición humana.