Agonía Interior
Javier Hernando Carrasco
|
A lo largo de los años sesenta y
setenta dos de los máximos representantes del arte comprometido en España:
Rafael Canogar y Juan Genovés, realizaron numerosísimas obras a medio camino
entre la pintura y la escultura -de hecho la crítica de la época acuñó la
expresión escultopintura para definirlas- . Consistían en figuras
tridimensionales que salían literalmente de un lienzo, que avanzaban hacia
adelante hasta que en un momento determinado quedaban congeladas. Así, y en
función de la posición habida en el instante de la detención de su avance, se
convertían en bajos, medios o altorrelieves. Formas invariablemente negras, sin
apenas definición de sus rostros, que en su anticipación al soporte pictórico,
en su huida de aquél -otro espacio de profunda oscuridad- simbolizaban el pavor generado por la represión franquista. Casi siempre
los sentimientos de desesperación eran puestos en evidencia a través de la
gestualidad corporal, en especial de los brazos que, lanzados hacia adelante,
expresaban con absoluta evidencia, como las Magdalenas de los pintores del
Trecento italiano, el pavor y la ira desatada en aquellas situaciones. El cuerpo
humano exteriorizaba por tanto el sentimiento de temor.
El final de la dictadura parecía
propiciar el final del cuerpo torturado. Lo sería en razón del nuevo orden político.
Sin embargo el cuerpo recuperará su protagonismo en las últimas décadas del
siglo, al convertirse en el lugar donde se dirimen algunas de las principales
amenazas que acosan al hombre de nuestros días. "Tu cuerpo es un campo de
batalla”, sentenció Barbara Kruger en una de sus obras. Las nuevas
enfermedades, los debates sobre la identidad sexual o étnica, la ambigüedad
del cybor, por citar sólo algunos de los problemas que nos acosan en este
tiempo, se dirimen en efecto sobre al cuerpo. Por eso el cuerpo se ha convertido
para muchos artistas en algo más que un soporte sobre el que desarrollar su
discurso; se ha convertido, por ejemplo en Orlan, en un tejido de transformación.
El cuerpo artístico invade y suplanta al cuerpo real.
Valga este prólogo para situar el
trabajo de Lidó Rico; un artista que también centra en el cuerpo, como icono
pero también como soporte, su acción creadora. En efecto, su propio cuerpo
constituye la materia icónica de sus creaciones, al utilizarlo como molde de
las mismas. Desde este punto de vista su trabajo al convertirse en una
permanente reproducción de sus formas corporales podría conducirnos a pensar
que se trata de un ejercicio personal, casi narcisista. Sin embargo, los
resultados de aquel los aleja inequívocamente de tal posición. Porque Lidó
Rico se sirve de su cuerpo para expresar estados de dolor, de angustia, que además
no se refieren a sí mismo, sino a un sujeto genérico: el hombre de nuestros días.
Hay por lo tanto una complicidad con el entorno, o sea un compromiso, como el
que adquirieran los artistas del franquismo, si bien las circunstancias de esta
época, tan diferentes, imponen discursos asimismo distintos. Ya no se trata de
poner en evidencia las conductas abiertamente represivas del poder, sino el
estado de desintegración que acoge al individuo en esta sociedad
postindustrial. El dolor puede ser físico, pero casi siempre es espiritual. La
incomunicación y el desarraigo dificílmente pueden ser contrarrestrados con
las manifestaciones de gregarismo masivo cada vez más abundantes. El sujeto
vive trágicamente su realidad; para muchos es un drama material; para otros
psicológico.
Los personajes de Lidó Rico,
literalmente vomitados por cañerías, enredados en insalvables ataduras o
simplemente ocupados en actividades convencionales, constituyen otras tantas
dramáticas expresiones de la violencia que atenaza al individuo de nuestros días,
la verdadera faz que se esconde tras las ostentosas apariencias de felicidad, de
alegría. El auténtico rostro de tantas existencias infelices. Parece que por
diferentes razones el hombre está condenado a soportar un discurrir vital
desdichado; parece no haber un momento de receso, una tregua en la acumulación
de desdichas que permita un relajamiento espiritual. No puede ser casual que
estas representaciones de Lidó Rico compartan tantas cosas con las de los
artistas del franquismo a los que aludía al principio, no ya sólo por su
coincidencia en la manera de plasmarlo -también las propuestas de Lidó Rico
son escultopinturas- sino por el recurso al grito desesperado, que en su caso es
siempre grito de inmenso dolor. Sus prisioneras figuras adquieren un mayor tono
de dramatismo al estar situadas directamente sobre el muro, lo que incrementa su
grado de verismo, al soslayar la referencia la marco pictórico que mantenían
las de Canogar y Genovés. Si en las de estos últimos ese espacio de
procedencia no suponía en realidad una atadura, pues era la persecución de
unos agentes represores los que provocaban su pánico, en las de Lidó Rico la
amenaza es invisible, pues la razón del dolor se halla en el propio individuo.
Por eso el muro se convierte en el soporte material de la agresión, en el
espacio de reclusión. Los esfuerzos titánicos para lograr despegarse del mismo
incrementan su sufrimiento. Es ahí donde radica la clave expresiva de este
trabajo que me permitiría comparar, como ya he hecho en otro lugar, con las
propuestas más dramáticas de la escultura miguelangelesca, ampliables a las de
los escultores más exaltados del Barroco: Gian Lorenzo Bernini o Francesco
Mochi, por ejemplo. Pero esta identidad neobarroca de la escultura de Lidó Rico
abraza sobre todo la idea miguelangelesca en un doble sentido: la experiencia
creadora como liberación de la materia y como un acto de dolor.
Por lo que respecta a lo primero el
modelado de la imagen constituía para Miguel Angel una operación de liberación,
como si la figura estuviese atrapada en el bloque pétreo que la gubia se
encargaba de liberar; una liberación semejante a la que Giuseppe Penone lleva a
cabo con los troncos de árboles, buscando también mediante la supresión de
las capas superpuestas la estructura primera. Cuando en algún caso Miguel Angel
no pudo concluir su operación liberadora: el los esclavos especialmente, la
figura semiliberada mantuvo un combate tan inacabable como tenso con esa masa a
la que irremediablemente ha quedado unido para siempre. Así lo que fue
consecuencia de unas circunstancias no previstas propició un valor
suplementario, pero capital a la postre, en la escultura del artista florentino.
Las figuras de Lidó Rico mantienen ese combate de otra forma, ya que la materia
que las atenaza es mucho más imperceptible: el muro, aunque no menos
mortificante. Incluso el marcado contraste entre la lisura de ese soporte y la
retórica complejidad de las formas que sobresalen del mismo: enrevesadas en sus
gesticulaciones, audaces en su explosión cromática, amenazantes en sus
alaridos, transmiten una sensación de impotencia con una fuerza tan consistente
como la de los esclavos de Miguel Angel. Las figuras de Lidó Rico no son
consecuencia de una liberación de la materia, pero su adherencia al muro, su
condición de altorrelieves establece un pulso virtual como el mismo. Por lo que
respecta al otro elemento: el dolor, éste era considerado por Miguel Angel como
el eje de la experiencia creadora, como el elemento que redime a la materia de
su condición y la convierte en elemento escultórico. El propia artista se
autorredimía en dicha operación. Para Lidó Rico el dolor tiene además un
aspecto físico, al convertir el proceso de elaboración de la obra en una
verdadera performance. Embadurnado una y otra vez para la consecución de los
diferentes moldes que requiere la confección de sus esculturas, el artista
transmite, plasma sus sensaciones físicas que en su elaboración final se
convertirán en encarnaciones de la desazón espiritual. Sus figuras, siempre
fragmentadas, muestran el desgarro que las atenaza interiormente. Frente a la
mostración de la inquietud emocional por medio de las gesticulaciones, Lidó
Rico prefiere centrar su lamento en los rostros que se convierten en espacio nuclear
de la expresión.
El rostro. He aquí el espacio
corporal que recoge con mayor veracidad los sentimientos del sujeto. Por eso
cuando la pintura abandona su fase de inmadurez medieval, el rostro comienza a
hacerse relevante. No por casualidad el gran Giotto fue el primero en elevar su
protagonismo a un nivel desconocido hasta entonces. En el rostro expresan también
los dramas del mundo contemporáneo los artistas de la vanguardia: Picasso,
Kokoschka, Grosz, los componentes de Cobra, etcétera. Gritos, lamentos, que
adquieren la condición de desmesurados en tantas circunstancias de nuestro
tiempo. Los gestos distorsionados de los rostros de las figuras de Lidó Rico
nos sumergen en el dolor del hombre contemporáneo; el dolor físico como
soporte del dolor espiritual, la deformación facial como signo espontáneo de
los impulsos interiores incontrolados. Si el artista y teórico del barroco
francés Charles Le Brun elaboró, en consonancia con su mentalidad académica,
un repertorio de tipologías fisionómicas para la expresión de los diferentes
estados anímicos, Lidó Rico prefiere la espontaneidad. Es en el transcurso de
esas operaciones de elaboración de los moldes cuando de construyen las fisonomías,
casi siempre atormentadas. De ese modo el dolor físico da cauce formal al dolor
interior. El resultado final de su esfuerzo se concreta en fragmentos
corporales, residuos del mismo fijados por medio de resinas sintéticas.
Rostros, cabezas, extremidades; el cuerpo quebrado sin posibilidades de sutura,
porque más allá de la propia sensación de dolor físico esta desarticulación
corporal es reflejo de la agonía interior.
|