Homo. [El
disputado |
“No
conozco –afirma Bataille- nada en este mundo que alguna vez haya parecido
adorable que no excediera la necesidad de utilizar, que no devastara y no
estremeciera al encantar, en una palabra, que no estuviera a punto de no poder
ser soportado más”[1]. “Hay que
tener muy claro en la cabeza que es lo que se quiere conseguir antes de comenzar
el proceso. Me interesan los límites, el vacío, el filo. Un hombre es todos
los hombres, un gesto de dolor es el dolor de todos los hombres”[2]. Es manifiesta la ambigüedad
de las actitudes artísticas contemporáneas, resultando difícil saber si son
formas de la resistencia semiótica, poses de franca decadencia revolucionaria o
gestos de cinismo en los que la teatralización ha sustituido a cualquier
estrategia crítica. Los radicalismo terminan por confesar su estructura paródica,
la abstracción deriva hacia una ornamentalidad auto-satisfecha y el
conceptualismo revela, en muchos casos, una impotencia ideológica mayúscula.
Toda religión empieza como crisis de culto, como baile fantasmal de una
sociedad traumatizada y, acaso, nos encontramos en el umbral en el que la disolución
de las experiencias que fundan comunidad ha llevado a una ritualización
museográfica de todo aquello que servía como “escape” (precisamente,
el baile, reducido por algunos artistas a algo digno de ser aceptado o
introducido en la institución canonizadora e higienizante del coleccionar o,
como no, la turbulencia del deseo, los abismos del sexo convertidos en
estandartes o consignas, la cotidianeidad abierta a una sorprendente
obscenidad), asumiendo el silencio de la contemplación estética
(correspondiente al “se ruega no tocar”) el rango de oración:
comulgamos con la más estricta estupefacción. En última instancia, el
problema de las maquinaciones contemporáneas no es la amnesia, dado que
tampoco hay nada que sea digno de memoria, sino la desconexión. La
sociedad del espectáculo ha empujado al arte e incluso a la crítica al terreno
del bricolage, siendo el material con el que hay que producir la
“obra” una amalgama de souvenirs que señalan un patético final[3].
Lidó
Rico establece, no cabe duda, una línea de resistencia frente a la estética
hegemónica de la transbanalidad, desplegando toda una coreografía
del cuerpo en gestos y poses extremas, saliendo del muro como si fuera una
prisión, ofreciendo a la mirada del espectador un espectáculo de intensa
perturbación. Hay en este creador un manifiesto componente obsesivo, tanto en
sus radicalización del autorretrato cuanto en la pulsión procesual o en
la fidelidad a ciertos materiales como las resinas que permiten que, desde el
“negativo” de escayola (el lugar en el que se ha producido la inmersión),
surja el doble anómalo del sujeto. “No
recuerdo –escribe Lidó Rico- cuándo empecé a utilizar las resinas, siempre
transparentes, el milagro va implícito en ellas, si el agua es una elemental
forma de vida orgánica, estos materiales me dispensan todo lo necesario para
que mi mundo paralelo se alimente”[4].
Un material que a veces parece carne y, en otras, se asemeja al pan[5],
algo que reclama el tacto del otro. Precisamente las manos fueron uno de las
primeras fijaciones simbólicas de Lidó Rico; por medio de ellas
encarnaba un específico cuestionamiento de la pintura[6],
al mismo tiempo que subrayaba que la mano era un motivo fundamental de
autorreflexión[7]. Como Elias Canetti señaló,
antes de que el hombre primitivo intente darle forma, sus manos y dedos deben
comenzar por representar (los dedos de ambas manos entrelazados, por
ejemplo, convertido sen la primera canasta): “Uno se podría imaginar que los
objetos, en nuestros sentido de la palabra, objetos a los que corresponde un
valor porque los hemos hecho nosotros mismos, existía primera como signos de
las manos”[8].
La mano es el extremo del pensamiento, aquello que comienza a
convertirnos en “humanos”. Esa extremidad crucial, amputada, fosilizada,
podríamos decir, está dotada de otros sentidos[9]
en la estética sutil y, simultáneamente, contundente de Lidó Rico. Esas
manos que tienen algo de exvotos son signos que aluden a la presencia humana,
gestos que reclaman o marcan nuestra impotencia[10]. Esas
manos son, en realidad, el comienzo de la honda meditación plástica que Lidó
Rico va a desarrollar sobre el autorretrato.
Una autorreferencia que se tiene
que calificar de auténtica[11],
lo que emerge desde los higiénicos límites del Arte son las huellas de ese
hombre. Javier Hernando Carrasco ha señalado que el
autorretrato,universalizante y sufriente, es, en la obra de este artista, el
soporte metafórico de la fragmentación interior[12]. Esos autorretratos que viven inmersos en dramáticos soliloquios nos pueden llevar hasta el fondo funerario de la “representación del yo”, a esa finitud que, paradójicamente, permanece ante nuestros ojos como algo definitivo. “La ausencia es asumida como ocasión del acto de figurar, como razón del retrato. La escenografía que da cuerpo a su invención es un dispositivo sentimental: la imagen es la retención del ausente, de aquel que va a marcharse “al extranjero””[13]. El rostro es lo inapresable de todo retrato, es una epifanía que no se puede nunca englobar. Variación y pequeña diferencia remiten a una repetición de desfondamiento, en la que se puede encontrar una potencia de simulación, esto es, junto a la eficacia del desplazamiento, el desfallecimiento de la apariencia en el disfraz[14]. Puede suceder que el rostro no sea más que el telón de una escena que no se manifiesta más que en entreactos, algo sometido a permanente metamorfosis, pero deshacer el rostro no es nada sencillo[15], Deleuze nos recuerda que se puede caer en la locura. No es azaroso que el esquizofrénico pierda, al mismo tiempo, el sentido del rostro, del suyo propio y del de los demás, el sentido del paisaje, el del lenguaje y sus significados dominantes. “Deshacer el rostro -se afirma en Mil mesetas- es lo mismo que traspasar la pared del significante, salir del agujero negro de la subjetividad”[16]. Sabemos también que la fantasía gobierna la realidad y que nunca se puede llevar una máscara sin pagar por ello en carne. El Otro puede tener las características de un abismo, de la misma forma que el orden simbólico se encuentra ocultado por la presencia fascinante del objeto fantasmático. “Lo experimentamos cada vez que miramos a los ojos de otra persona y sentimos la profundidad de su mirada”[17]. Conviene tener presente presente que cuando el sujeto se aproxima demasiado a la fantasía se produce el (auto)borramiento. Queda el arte como aphánisis[18]. La mirada de la Gorgona une, definitivamente, al sueño y a la muerte[19]. En Explorer 215-516 (2004) vemos como un sufriente remero lleva la canoa llena de calaveras, un Caronte singular que materializa “la desasosegante inquietud del artista”[20]. La inquietud es, tal y como Heidegger meditara, un modo de la autocomprensión existencial, pero, míticamente, es también la huella del cuerpo, la imagen que, cruzando hacia el reino de la muerte, quiere permanecer viva[21]. Lidó Rico se inscribe, más que modela, en la angustia, su imaginario obsesivo atrapa, catárticamente, a la mirada[22]. “En la pulsión escópica, el sujeto –advierte Lacan- encuentra el mundo como espectáculo que lo posee. Él es allí la víctima de un señuelo, por lo cual eso que sale de él y lo enfrenta no es el verdadero a, sino su complemento, la imagen especular i (a). Esto es lo que parece haber caído de él. El espectáculo captura al sujeto, quien se alegra, se regocija. [...] La prueba es lo que ocurre en el fenómeno de lo unheimlich. Cada vez que, repentinamente, por algún accidente fomentado por el Otro, su imagen en el Otro parece al sujeto privada de su mirada, se deshace toda la trama de la cadena de la que el sujeto es cautivo en la pulsión escópica, y es el retorno a la angustia más basal”[23]. Ciertamente Lidó Rico se sirve de su cuerpo para expresar estados de dolor, “de angustia, que además no se refieren a sí mismo, sino a un sujeto genérico: el hombre de nuestros días”[24] Las obras de Lidó Rico tienen un carácter turbador,
fascinan y repelen[25]
simultáneamente, una experiencia ambivalente como sucedía con los cadáveres
arrojados en la muralla norte de Atenas, narrados por Platón, que llevan al
sujeto a una transgresión del tabú primitivo de ver a los muertos, hasta esa
figura central de la alegoría que es la personificación[26].
Toda la gesticulación dolorosa del rostro[27]
es el resultado de la radical determinación que Lidó Rico tiene de sumergirse
para conseguir el autorretrato[28].
El artista encuentra, literalmente, su huella, aunque luego convierta eso
que surge del hueco en una máscara de la que querría desprenderse. “Pero
también –escribe Nietzche en unas meditaciones sobre Heráclito- los hombres
de corazón sensible evitan una máscara semejante, como fundida en bronce”. A
lo mejor lo único que nos queda es, más que el parloteo, musitar lo
esencial, dibujar y borrar lo deseado[29].
El enigma oscuro que se intenta desvelas tiene que ver con lo que llamaríamos
el “enmascaramiento del erotismo”. Bataille
considera que la dialéctica de trasgresión y prohibición es la condición y aún
la esencia del erotismo. Campo de violencia, lo que acaece en el erotismo es la
disolución, la destrucción del ser cerrado que es un estado normal en un
participante en el juego. Una de las formas de violencia extrema es la desnudez,
que asume sin miedo Lidó Rico, que es un paradójico estado de comunicación o
mejor un desgarramiento del ser, una ceremonia patética en la que se produce el
paso de la humanidad a la animalidad[30].
Ante la desnudez, Bataille experimenta un sentimiento sagrado en el que se
mezclan fascinación y espanto, en él surge la equivalencia con el acto de
matar: el sacrificio (horror vertiginoso y ebriedad)[31].
La pasión nos compromete con el sufrimiento, siendo, en última instancia, búsqueda
de lo imposible. Lo que designa la pasión es una halo de muerte, por éste se
manifiesta la continuidad de los seres: “Las imágenes que excitan o provocan
el espasmo final suelen ser turbias, equívocas: si entrevén el horror o la
muerte, acostumbran a hacerlo subrepticiamente”[32].
El terreno del erotismo está abocado a la astucia, la muerte queda desviada
sobre el otro. En última instancia, el deseo es el miedo.
Aunque lo que querríamos es, ciertamente, vivir de maravilla[33]. Lo que nos atrapa
es lo real que, además, escapa a toda simbolización, es del orden de lo
inefable[34].
Las obras de Lidó Rico se resisten a la “verbalización”, desde su exceso
gestual, por medio de esos rostros que en su diferencia son siempre el mismo,
accedemos a una dimensión inhóspita. Tenemos que recordar que, para Freud,
el ejemplo “más fuerte” de la experiencia de lo unheimlich es la (re)aparición
(Spuk) del muerto[35].
En las inmersiones de Lidó Rico lo que aparece es el toque violento de
la corporalidad[36];
es evidente que este artista necesita de
la huella corporal, tiene que
sumergirse, quiere mezclarse con sus materias[37]. Derrida advierte que lo
que el llama “cuerpo” no es una presencia: “El cuerpo es,
como decirlo, una experiencia en el sentido de la palabra más móvil (voyageur).
Es una experiencia de contexto, de disociación, de dislocaciones”[38]. Como señaló Michaux,
el artista es que se resise a la pulsión de no dejar rastros, dejando los
materiales en una situación territorial semejante a la escena de un crimen[39];
el rastro es lo que señala y no se borra, lo que nunca está presente de una
forma definitiva. En una época en la que hemos asumido, acaso con demasiada
tranquilidad, lo que Derrida llama destinerrancia, frente a la ideología
de la virtualización del “mundo”, aparecen numerosas situaciones veladas,
rastros de lo diferente, indicaciones que nos empujan a una deriva creadora:
“dejamos por todas partes huellas –virus, lapsus, gérmenes, catástrofes-,
signos de la imperfección que son como la firma del hombre en el corazón del
mundo artificial”[40].
El arte puede ser no sólo una obsesión, sino también un proceso vírico,
como esas figuras que se multiplican en Lidó Rico, algo que desarticula la
comunicación pretendidamente “normal”[41].
Aquel sujeto barrado del que hablara Lacan[42]
nos acerca al deseo que puede abrirse a partir de la indeterminación, de la
indecibilidad o incluso de la destinerrancia. “Por consiguiente
–escribe Derrida-, creo que, lo mismo que la muerte, la indecibilidad, lo que
denomino también la “destinerrancia”, la posibilidad que tiene un gesto de
no llegar nunca a su destino, es la condición del movimiento del deseo que, de
otro modo, moriría de antemano”[43].
El deseo es una mezcla de disfrute e insatisfacción que no puede ser resuelto
en la forma de una “ausencia esencial”; acaso el abandono del sufrimiento
diferente tenga que ver con la renuncia que hacemos de nosotros mismos y,
por supuesto, con la dificultad de establecer el encuentro con el otro. Lyotard
habló de la fórmula postmoderna, en un imaginario conflictivo, como un dejar
la respuesta en suspenso, sin excluir que haya algo de Otro, “algo de falta y
algo de deseo”[44]. Lidó Rico sufre y, como
en todo su imaginario paradójico, goza con su construcción del cuerpo,
su proceso tiene algo de performance o desplazamiento de aquel actuar real sobre
el lienzo del action painting[45].
Lo que tenemos no es el resto, ni el proceso es algo inesencial, antes al
contrario, la inmersión y el cuerpo escultórico final, el acto de meterse en
la materia y la figura que sale del muro son, en todos los sentidos, la misma
Obra[46].
Hay en la obra de Lidó
Rico una suerte de transfiguración iniciática por medio de la zambullida en
el cuerpo[47].
Ese torbellino humano de cuerpos gesticulantes[48]
está magistralmente dispuesto en el espacio expositivo para avivar el impulso
voyeurístico. Este artista da, en cierto sentido, voz a lo que apenas puede
pensarse[49]. Su tono plástico va de
la crudeza máxima lo enigmático y sutil, si desnuda sus pulsiones también se
protege y retrae a lo que tenemos que llamar intimidad. “Una pauta –escribe
Lidó Rico- que siempre he mantenido en mi vida es el refugio en la intimidad más
estricta, me resulta tan necesaria como respirar”[50].
Tiene la certeza de que desde la intimidad se llega a todo[51].
De la ruina contemporánea emerge una rara intimidad: “La intimidad
es lo que queda de la comunidad allanada en la planicie de la ciudad. Restos.
Residuos. Fragmentos. Harapos. Añicos. Dispersos”[52].
Se trata de una familiaridad con lo caído, en un tiempo en el que todos
trazamos una barrera insalvable con los excluidos. Al hablar de intimidad
no debe aparecer, consecuentemente, una subjetividad fortificada o de una
ideología conservadora de la propiedad: “La intimidad no es la nueva prisión.
Su necesidad de vínculos podría fundar, más tarde, otra política. Hoy, la
vida psíquica sabe que sólo será salvada si se concede el tiempo y el espacio
de las revueltas: romper, rememorar, rehacer. De la plegaria al diálogo pasando
por el arte y el análisis, el acontecimiento capital es siempre la gran
liberación, la infinitesimal que debe recomenzar sin descanso”[53].
El ánimo rebelde, frecuente en la experiencia artística, impulsa a ir más allá
de la planitud cotidiana para proponer otras situaciones, escapar de una
lógica de la equivalencia para prestar atención a lo discreto, esto es, a ese
placer que es don y detalle. Con todo, en los escenarios plásticos lo
que predomina es una cotidianeidad alterada, en la que parece como si la
banalidad quedara sacralizada, en este tiempo de suspensión consumado en lo que
llamaríamos, parodiando a Barthes, el grado xerox de la cultura.
Baudrillard habló de una especie de transestética de la banalidad, un
reino de la insignificancia o la nulidad que puede llevar a la más estricta
indiferencia. El arte está arrojado a una pseudorritualidad del suicidio, una
simulación, en ocasiones vergonzante, en la que lo banal aumenta su escala.
El mundo se ha fractalizado y cada cual ofrece, antes que otra cosa, su una
imagen de su forma de tomarlo o dejarlo. Faltando el drama nos divertimos
con una perversión del sentido; después de lo sublime heroico y de la
ortodoxia del trauma, aparecería el éxtasis de los sepultureros o, en otros términos,
una simulación de tercer grado. La duplicidad del arte contemporáneo
aparece en sus afán de reivindicar la nulidad, la insignificancia, el
disparate, “aspirar a la nulidad cuando ya se es de hecho nulo. Aspirar al
disparate cuando ya se es insignificante. Pretender la superficialidad en términos
superficiales. Ahora bien, la nulidad es una cualidad secreta que no puede ser
reivindicada por cualquiera. La insignificancia -la verdadera, el desafío
victorioso del sentido, el despojarse del sentido, el arte de la desaparición
del sentido- es una cualidad excepcional de unas cuantas obras raras y que nunca
aspiran a ella”[54].
En este tiempo de mudanza sufrimos un convulso ritmo de zapping
que nos hipnotiza y lleva a la impotencia. El escenario doméstico es, en gran medida, siniestro, produciendo una inquietud subjetiva evidente. Lo siniestro se da cuando se desvanecen los límites entre fantasía y realidad, en la acepción de Freud es lo “íntimo-hogareño” que ha sido reprimido y retorna con toda la incomodidad (familiar pero, simultáneamente, disimulado). Todo efecto de un impulso emocional, cualquiera que sea su naturaleza, es convertido por la represión en angustia, “lo siniestro no sería realmente nada nuevo, sino más bien algo que siempre fue familiar a la vida psíquica y que sólo se tornó extraño mediante el proceso de su represión”[55]. La estética de Lidó Rico plasta una corporalidad siniestra[56], incluso cruel, sin caer jamás en la obscenidad hegemónica, intentando no perder jamás la brújula del arte como vivencia; “sus obras –apunta Roberto Castrillo Soto- lejos de acomodarse a su entorno, lo tensan violentamente sacándolo de toda neutralidad, de la pasividad de la rutina conectada con lo cotidiano. No es, por tanto, una aproximación a lo real desde lo conceptual sino a partir de lo real mismo, pero desde su reverso”[57]. Tal vez un arte que hace ver lo real[58] tiene que recurrir al trompe-l ´oeil que lleva no tanto a lo perfecto cuanto a lo escatológico, al desecho[59] o, en el caso de Lidó Rico, a la fijación fragmentaria del propio cuerpo. La escayola funciona como otro tipo de espejo. Según Lacan, lo que el sujeto encuentra en la imagen alterada (especularmente) de su cuerpo es el paradigma de todas las formas del parecido que van a aplicar sobre el mundo de los objetos un tinte de hostilidad proyectando en él el avatar de la imagen narcisista, que, por el efecto jubilatorio de su encuentro en el espejo se convierte, en el enfrentamiento con el semejante, en desahogo de la más íntima agresividad. A veces quedamos fijados, no tanto en el reflejo cuanto en un objeto transicional: “la hilacha de pañal, el trozo de cacharro amado que no se separan del labio ni de la mano”[60]. Retomamos la idea de que el desasimiento y la castración intervienen en la emergencia del sujeto. “La castración quiere decir que es preciso que el goce sea rechazado para que pueda ser alcanzado en la escala invertida de la Ley del deseo”[61]. El cuerpo troceado, las manos cortadas y oferentes, los semblantes convulsos de las obras de Lidó Rico nos llevan hasta esa dimensión de lo especular castrante e incluso hacia una idea de la belleza como algo que no nos protege sino que más bien nos espanta al remitir a la imagen de la muerte[62]. Debemos entender la pulsión de muerte como un descarrilamiento ontológico, un gesto de des-investidura que remite a la disolución de la libido: lo que disloca al sujeto (en el proceso de su constitución) es el encuentro traumático con el goce. El yo, constituido especularmente, cree que en torno a él únicamente hay un terreno lleno de escombros y, precisamente por ello, se fortifica[63]; verse a uno mismo como sujeto unitario implica una forma de represión visual. Si el deseo lleva siempre a la imposibilidad de su satisfacción, la pulsión encuentra su satisfacción en el movimiento mismo destinado a reprimir esa satisfacción: “mientras que el sujeto del deseo se basa en la falta constitutiva (existe en cuanto está en busca del objeto-causa faltante), el sujeto de la pulsión tiene su fundamento en un excedente constitutivo: en la presencia excesiva de alguna Cosa intrínsecamente “imposible” y que no debe estar allí, en nuestra realidad presente: la Cosa que, por supuesto, es en última instancia el sujeto mismo”[64]. Si en la Edad Media, la representación del
cuerpo solamente parece tolerada si se presenta deshecho, “fragmentado,
desmembrado, o bien “repegado” o remontado según inauditos
procedimientos”[65],
en el barroco, la corporalidad, es lo que chorrea, el exceso, “la regulación
del alma por la escopia corporal”[66].
Javier Hernando Carrasco ha subrayado, con enorme lucidez, esa dimensión
(neo)barroca de la obra de Lidó Rico, cercana a la terribilitá de
Miguel Ángel[67].
Christine Buci-Glucksmann
señala que la razón barroca es una teatralización de la existencia,
una lógica de la ambivalencia que conduce la razón otra, interna a la
modernidad, hasta la Razón de lo Otro que es desbordado continuamente[68].
El barroco es caos y exceso como también lo es esa faz oscura de lo moderno que
se sustrae a las totalizaciones. El barroco da cuerpo a la escisión: la
sombra que la Ilustración quiere arrinconar. El mundo barroco es distinción,
incluso dualismo, un diferenciarse que se enreda en la infinitud: “Una
diferencia que no cesa de desplegarse y replegarse en cada uno de los lados, y
que no despliega el uno sin replegar el otro, en una coextensividad del
desvelamiento y del velamiento del Ser, de la presencia y la retirada del
ente”[69].
El cuerpo aparece y desaparece del muro, las obras de Lidó Rico generan una
verdadera conmoción barroca[70].
Eso tableaux vivants[71]
nos hechizan e inquietan: no sabemos si el cuerpo vivo ha quedado paralizado o
bien es la estatua la que va a comenzar a moverse[72].
Nadie sabe, decía Spinoza, lo que puede un cuerpo: tenemos, como hace Lidó
Rico, que aprender a sostenernos ahí aunque la experiencia sea la de llegar
casi a la asfixia. El artista, convertido en un buceador de su propio
cuerpo tiene una actitud perseverante o, mejor, obsesiva, quiere llegar, aunque
sea a través de una especie de tortura: está a punto de quedar atrapado para
conseguir el “negativo” y luego el positivo de su identidad[73].
Si, por un lado, la obra de este creador es muy física y visceral también
tiene un intenso componente reflexivo y, por supuesto, especular, desde
algunas piezas de comienzo de los años noventa[74]
hasta la instalación que presentó en White Box (Nueva York) en el 2006.
En la serie de los Pensamientos en la que Lidó Rico quiere materializar
el proceso de la conceptuación, catalizar la reflexión, fijar lo turbador[75]. Hay
una peculiar búsqueda de lo inconsciente[76] en la estética corporal
de Lidó Rico, unida a una experimentación con el tiempo de las cosas[77]. El artista desciende o,
mejor, penetra en el oscuro espacio en el que todo son inquietudes, allí donde
es más importante la pregunta que la respuesta: “del secreto –apunta Lidó
Rico- vas al enigma y del misterio al rompecabezas”[78].
Desde la caja blanca surgen cuerpos desagarrados, en los muros asépticos
del Arte aparece el dolor como camino experiencial[79].
En un breve pasaje de la Poética, dedicado a las formas de la dicción
artística, Aristóteles define de este modo el enigma: “La forma del enigma
consiste, pues, en conectar términos imposibles diciendo cosas existentes”.
En lo enigmático hay una particular densidad de metáforas, pero también
una combinación o conexión imposible, la mezcla de sentidos literales y
figurados[80].
Puede suceder que la expectativa del enigma lleve, inevitablemente, a la decepción[81], aunque también sabemos
que, míticamente, la respuesta al enigma, el desmoronamiento de la Esfinge,
tiene que ver con la respuesta más obvia: el hombre. La verdad es que
Lidó Rico vuelve una y otra vez a la misma respuesta, a una frase que es la síntesis
de todas sus obsesiones: Reducirlo todo a un hombre supone aludir a todos los
hombres[82].
“El autorretrato es mi constante creativa, un hombres son todos los hombres,
nos diferencia únicamente el contenido no el envase, es inútil intentar
comprender el mundo si no poseemos una noción exacta de nosotros mismos”[83].
Si Miguel Ángel sabía que la escultura estaba dentro del bloque de piedra, Lidó
Rico se mete en la materia para dejar su huella y, en el mismo gesto, tratar de
encontrar al hombre[84] Estamos dominados por la estética de la
sobredosis del patetismo, la realidad convertida en show impone,
planetariamente, lo banal. “Si, efectivamente, el sujeto ha perdido la
capacidad para extender sus pretensiones y retensiones a través de la
multiplicidad temporal, y para organizar su pasado y su futuro en una
experiencia coherente, es difícil imaginar de qué modo las producciones
culturales de semejante sujeto podrían dar otro resultado que “montones de
fragmentos” y la práctica de lo azarosamente heterogéneo y fragmentario y
aleatorio. Estos, sin embargo, son precisamente algunos de los términos
preferidos en los que se ha analizado (e incluso defendido, por parte de sus
apologistas) la producción cultural postmodernista”[85].
La voluntad “victoriana” de decirlo todo (acaso por una secreta
intención de catalogar lo perverso y, al mismo tiempo, controlar los delirios
generalizados), el vértigo de la realidad convertida en show, no tienen
que ver con la memoria creativa, al contrario, son el síntoma de lo que
heideggeriamente podríamos llamar la subjetividad deyecta. Lidó Rico
“refleja” ese mundo desquiciado, por ejemplo, en una instalación tan
poderosa como The Factory (2002), materializando un mundo absurdo,
marcado por un sinsentido casi
beckettiano[86].
La conversación está cortocircuitada, el sujeto que gesticula tiene, en
ocasiones, como objeto del pánico un teléfono[87]
aquello que ya no puede ponernos en relación con el otro. Lidó Rico asume el destino póstumo del arte, su “venir después” es, en los términos de Hal Foster, el de lo espectral[88]. La ausencia del yo o, mejor, la ausencia del mito, llevan a la necesidad de aceptar lo ruinoso[89]. En sus obras están entretejidas la crueldad, la violencia y la belleza[90], encarnadas en una gesticulación muy intensa. Este artista, al que le interesa sobre todo su propia cara transformada, comenta que el arte es “simplemente la búsqueda de la vida”. Lidó Rico es un espectador de la vida, pero, al mismo tiempo, es alguien que se mete dentro, alguien que crea obras que son, literalmente, golpes de emoción[91]. Sus fantasías o procesos oníricos[92] tienen algo de estricto double bind, un atolladero en el que las visiones están impugnadas y, además, todo ello por medio de cuerpos “familiares”[93]. “Lidó Rico –apunta Francisco Jarauta en un texto de 1994- insiste en al fragilidad interna a la obra y a su representación”[94]. La obra es, evidentemente, un equilibrio entre lo que se ve y lo que se oculta a la mirada, una aparición de fragmentos del cuerpo que nos obliga a completar lo que sucede, esto es, a “bucear” en lo inquietante. “Líquidos, somos –apunta Lidó Rico- líquidos, todos líquidos, fluidos que a veces piensan, energía que se encalla en su frágil y endeble vanidad, calor que engolosina y entierra un destino común tan frío como poco enigmático”[95]. Las resinas transparentes engañan al ojo, alegorizan la fragilidad[96]. Esta obra físicamente autobiográfica sedimenta una mirada desgarrada al mundo: sus instalaciones son metáforas de un mundo desquiciado[97]. El artista atrapa instante, tiene la experiencia de sus materiales fluidos que finalmente están muy duros, sabe que la esperanza del cuerpo es perpetuar. “El hombre es –afirma Lidó Rico- un desconocido para sí mismo, mi trabajo busca respuestas, una sola imagen es capaz de contener y expresar tantas cosas, de dar tantas claves sobre nuestra existencia que solo esa fugaz visión es capaz de justificar toda una vida de dedicación”[98]. Hay que contener la respiración para fijar la huella del cuerpo, para conseguir el autorretrato[99] “Lo bello –señala Lidó Rico- solamente es apariencia, el resto es crueldad. En cada obra hay un agobio interior, una respiración entrecortada”[100]. La inquietud pronuncia el nombre, nuestra sombra y las huellas no nos abandonan jamás: el hombre sigue siendo lo impensado, el enigma. [1]
Georges Bataille: “Carta a René Char sobre las incompatibilidades del
escritor” en La felicidad, el erotismo y la literatura. Ensayos
1944-1961, Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2001, p. 141. |