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Hablar de arte acción o de performance en Latinoamérica es referirse a prácticas que históricamente han sido ignoradas, rechazadas y desvalorizadas, tanto por el sistema institucional del arte como por un entorno social poco receptivo a propuestas potencialmente subversivas. No es de extrañar que la historia del arte acción latinoamericano aún no se haya escrito, sino que permanezca dispersa y prefigurada en artículos y documentos que la mayoría de las veces han producido y difundido los mismos artistas. No hay que olvidar que críticos e historiadores, inmersos en sociedades culturalmente conservadoras y políticamente dislocadas por temores y censuras institucionalizadas desde el autoritarismo, han preferido evitar la performance y otras proposiciones desestabilizantes para concentrarse en ser funcionales a un sistema de legitimación y promoción de arte de consumo en soportes tradicionales, o peor aún, para ser divulgadores de experiencias artísticas que reflejaran una sujeción instrumental a las directrices de los discursos represivos de la academia y la antidemocracia. Esto explica en gran parte la carencia de una bibliografía más considerable y de estudios especializados sobre arte acción, situación que impide tener una visión más amplia y rigurosa de la singularidad y la trascendencia de esta práctica en la vasta escena latinoamericana. Afortunadamente, en los últimos años estas carencias parecen revertirse a partir de un sostenido interés de nuevos críticos e investigadores disfuncionales al sistema y genuinamente interesados en las zonas más controversiales del arte contemporáneo. Para
muchos artistas e investigadores resulta indiscutible que el arte acción
en Latinoamérica posee características que lo diferencian
del practicado en otras zonas del mundo. Una de las primeras en analizar
esta cuestión fue Aracy Amaral, cuando en el marco del Primer
Coloquio Latinoamericano de Arte No-Objetual, realizado en el Museo
de Arte Moderno de Medellín, en Colombia, en 1981, se atrevió a
sostener que el no-objetualismo latinoamericano estaba dotado de una
identidad no subsidiaria de las directrices del arte acción
internacional. “Parece posible afirmar –dijo entonces-
que las acciones que distinguen, que singularizan el no-objetualismo
en Latinoamérica, respecto de los demás realizados desde
los años sesenta en Europa y los Estados Unidos, son las puestas
en que emerge, integrada a la creatividad, la connotación política
en sentido amplio (…) Al manifestar esa intencionalidad política
se revelan a sí mismos, comprometidos con el propio aquí/ahora...” (1) En el caso de la performance es preciso considerar que la misma siempre responde a un contexto específico que la determina y que le permite anudar significados. Como sugiere la investigadora norteamericana Diana Taylor, la performance puede operar como “un transmisor de la memoria traumática”, y también como su “re-escenificación” (2). La situación de América Latina violentada por regímenes dictatoriales, que reprocesaron la vida social a partir de discursos totalizantes, explica la irrupción de un cuerpo que metaforiza el trauma y se convierte en soporte de latencias y desobediencias. Se trata de un “cuerpo político”, es decir, un cuerpo que no sólo es instrumento de significaciones, sino que opera en sí mismo como reflejo de determinadas demarcaciones de lugar, asociadas al flujo de los acontecimientos históricos y sociales. En los 70’s, la lucha política y la emergencia de un arte de resistencia articularán un estilo característico de la performance latinoamericana que con mayor o menor eficacia pervive hasta la actualidad. De estas experiencias, para algunos ya perimidas en su discurso y en su metodología, se rescata una concepción del cuerpo como territorio de confrontaciones y negociaciones, como trama especular que supone un posicionamiento ideológico frente a las realidades del entorno. Dicho de otro modo, se asume el cuerpo como una construcción social, no como una forma dada y desarrollada aisladamente, sino como producto de una dialéctica entre el “adentro” y el “afuera”, entre el cuerpo individual y el cuerpo social. Como sostiene Clemente Padín, veterano performer y representante de esta vertiente ya clásica, en los años setenta y ochenta, el compromiso de muchos artistas con la defensa de los derechos humanos, sociales y políticos ante los atropellos de los regímenes antidemocráticos, encontró en la performance “un género que ha manifestado su eficacia en la denuncia y sensibilización popular”(3). En esta misma línea de compromiso utópico, ya en 1964, en Brasil, Ferreira Gullar trabajaba en los Centros de Cultura Popular con el convencimiento de que “el artista podía participar del proceso de restauración social”, poco antes de que se produjera un golpe de estado cuyo régimen se extendería hasta bien entrados los 80’s. El “cuerpo político”, en tanto microterritorio en que disputan el discurso unívoco del control represivo y el discurso desobediente y silencioso de lo contradictatorial, presupone una acción “contextualizada” por la contingencia política, por la gestualidad de la resistencia, por el malestar y la dislocación social y cultural que requieren nuevas operatorias de simbolización y representación. Las dictaduras militares no sólo provocaron una fractura a nivel histórico e institucional y violentaron los cuerpos mediante las torturas y las desapariciones, sino que también impusieron un corte a nivel simbólico, instrumentando un discurso represor y disciplinario enfocado a moldear la sociedad bajo enunciados inconmovibles. Al arte de performance, inserto en este contexto traumático y traumatizante, se le planteó la urgencia de una respuesta, aunque siempre a nivel intersticial, para dar cauce al desborde y al desocultamiento de lo reprimido y lo silenciado por el autoritarismo. En la búsqueda de nuevas formas de representación que permitieran referir a lo que ocurría burlando la vigilancia oficial ejercida sobre los contenidos del arte, se articularon modos de significación no fácilmente decodificables, donde las prácticas procesuales del cuerpo se constituyeron en vías de una enorme potencialidad simbolizante. Con frecuencia se verá un cuerpo que funciona como “zona sacrificial de ritualización del dolor en la que el artista se autoinflige una herida para solidarizar con lo históricamente mutilado” (4). Otras veces, los cuerpos se unen en acciones colectivas que se contraponen a la dinámica de la desmovilización social y el individualismo, y que a través de intervenciones en el espacio público, casi siempre clandestinas y fugaces, tratan de subvertir el formato militarista impuesto a la cotidianidad. La
irrupción de gobiernos antidemocráticos en Latinoamérica
no sólo modificó los ámbitos de la vida política
y social, sino que también impactó dramáticamente
en el campo del arte y del debate teórico. La reorganización
y el disciplinamiento social bajo un discurso totalitario y uniformante,
salvaguardado por eficaces mecanismos de censura y represión,
obligó a la búsqueda y al apuntalamiento de discursos
alternativos, capaces de ofrecer líneas de fuga y de crear fisuras
en una trama intercomunicativa que se encontraba obturada. Al arte,
y en especial al arte del cuerpo o performance, le tocó reconceptualizar
el nexo o las relaciones existentes entre “arte” y “política” para
llegar a la conclusión de que lo estético no podía
quedar desvinculado o escindido de lo social y de que era irrenunciable
e inevitable para la práctica artística afrontar un compromiso
crítico frente al orden autoritario. En este proceso de reposicionamiento
ideológico, la performance actuó como una potencialidad
replicante, en la que el cuerpo permitió el desborde de pulsiones
de rebeldía y la actualización de lo reprimido, de lo
mutilado y de lo ausente. En una misma línea de producción
las intervenciones urbanas también buscaron superponer sentidos
contradictorios y multívocos a la lógica militarizada
de la ciudad y sus dispositivos de control enfocados a modelar un ciudadano
auto-reprimido y a desactivar los lazos de la solidaridad comunitaria. Estos primeros quiebres político-estéticos fueron indiscutibles fisuras orientadas a inyectar una nueva criticidad al arte, replicando a un panorama acrítico y despolitizado. Tras estos pasos germinales se consolidó la proclama de un “arte en la calle” y muchos artistas respondieron a ella, adoptando un compromiso político que acentuaba la referencialidad contextual, que politizaba los contenidos y que se diversificaba de manera inédita en estrategias denunciantes y contestatarias. Los 70’s y los 80’ marcan entonces en Latinoamérica el despliegue y la fijación de un nuevo arte crítico, esencialmente “contextualizado”, en el que se anudan distintas fuerzas disruptoras que dan cuenta de la realidad inmediata y que vehiculizan una utopía alternativa a la de los discursos del orden momificado de los regímenes dictatoriales. Pero contra lo que pudiera esperarse, en algunos registros, como en el de la performance, esta corriente no va a decantar hacia un puro arte político, que podría asimilarse al realismo socialista, sino más bien hacia una politización de la estética que se despliega a partir de los cruces entre arte y política en una dinámica de desdibujamiento o de pérdida de límites. En el campo específico del arte de performance, como sugería Aracy Amaral, se configura una identidad diferenciadora respecto al arte acción internacional, que permite reivindicar la singularidad y la originalidad de la periferia latinoamericana. Esta identidad de la performance latinoamericana se traduce en una preeminencia de la acción “contextualizada”, no sólo una acción que como toda práctica artística proviene de un contexto específico del que no puede desligarse, sino una acción que constitutivamente enfatiza su compromiso con la realidad y que se proyecta como reflejo y como instrumento interpretativo de las tensiones que se despliegan en ella. Es esta “supuesta” identidad la que ha sido recogida y revalidada por algunos teóricos e investigadores y la que se ha fijado como una imagen “congelada” en el devenir histórico de la performance latinoamericana. Cabe dudar respecto a sí sólo por tratarse de algo cristalizado reviste carácter indiscutible, o bien si lo que se interpreta como identidad no es más que la reivindicación de una diversidad de contextos que cuestiona la centralidad de las instituciones del arte metropolitano y sus valoraciones unilaterales. A fines de los 80’s, logrado ya el restablecimiento del orden constitucional y el retorno a la democracia en aquellos países que habían soportado regímenes dictatoriales, la connotación política de la performance no desapareció, pero sí se debilitó y continuó en manifestaciones que muchas veces resultaron estereotipadas y oportunistas. Este debilitamiento que remece la noción de identidad se acentuó en los 90’s, cuando el neoliberalismo, que instrumentó una política de transición democrática basada en la desmemoria y en la exclusión de toda conflictividad social bajo la figura del consenso, también llevó a una despolitización de las prácticas artísticas, logrando subsumirlas en una vacuidad acrítica y autocomplaciente. La performance no permaneció fuera de esta corriente despolitizante, replegándose hacia esferas de simbolicidad menos controversiales que las exploradas hasta entonces. Es este un punto de inflexión, si advertimos que las prácticas del cuerpo ya no se ven urgidas por el compromiso de la lucha contra el autoritarismo y la necesidad discursiva de aportar líneas de fuga y desobediencia. ¿Es posible pensar que la superación de las condiciones contextuales en las que su “supuesta” identidad se delineó, sumieron a la performance latinoamericana en una especie de orfandad de contenidos y significados? ¿Cómo continuar entonces sin derivar en el estereotipo, en la repetición y en la opacidad de acciones vaciadas de sentido? A
fines de los 90’, la “identidad” fracturada de la
performance encontró entre las ruinas del modelo de exclusión
social impuesto por el neoliberalismo, la posibilidad de revitalizar
su discursividad contestaria. Así, por ejemplo, en la Argentina
de la post crisis de 2001, se multiplicaron los grupos y colectivos
de artistas que reeditaron los cruces entre arte y política
a través de intervenciones y acciones callejeras, y sus estrategias
estético-políticas llegaron incluso a ser incorporadas
por los propios marginalizados por el sistema para ser utilizadas en
sus luchas y reclamos. Esta línea de continuidad de la performance
comprometida o de la acción “contextualizada”, urdida
a la luz del nuevo orden devastador de la política neoliberal,
permite recomponer la imagen astillada de su “identidad”.
Pero a la vez autoriza a pensar que no es posible encontrar una “singularidad” identitaria
allí donde sólo se impone una estética de resistencia
que acompaña las oscilaciones traumáticas de la historia,
dando cuenta de sus quiebres y confrontaciones. La
etapa actual de globalización y multiculturalismo tiene su correlato
en el campo del arte en la inclusión de la “diversidad” como
una instancia categorial que, siendo administrada por la cultura metropolitana,
se dedica a la legitimación de aquellas periferias que se valen
del arte para “denunciar condiciones de miseria y opresión
sociales, reconfigurar identidades y comunidades, visibilizar memorias
históricamente sepultadas, cuestionar hegemonías de representación
sexual, o bien realizar intervenciones públicas ligadas a demandas
ciudadanas”(7). Podríamos hablar de una corriente “contenidista” que
privilegia la “politización de los contenidos” y
que deviene en un proceso de antropologización y sociologización
del arte. Con respecto al arte latinoamericano, este proceso “implica
que la mirada internacional espere de su condición periférica
que no compita con el centro en artificios discursivos ni complejidades
retóricas sino, más bien, que ilustre su compromiso con
la realidad enfatizando una mayor referencialidad de contexto”(8).
Precisamente esto que se espera del arte periférico es lo que
la performance latinoamericana ha trabajado durante décadas,
y lo que se supone constituye su “especificidad”. A lo
largo de su historia el arte latinoamericano ha “contextualizado” sus
prácticas en un intento por posicionar su “diversidad” frente
a la hegemonía de los centros institucionales de arte y la pretendida “universalidad” de
sus valores. Lo paradójico es que la pugna entre “diversidad” (la
periferia) y “universalidad” (el centro), se haya resuelto
indefectiblemente a favor de la institucionalidad-arte hegemónica.
Latinoamérica, al igual que similares otredades periféricas,
ha logrado el reconocimiento de su “diversidad”, pero por
una estratégica torsión del sentido operada por los centros
metropolitanos ha quedado conceptualmente aprisionada en la consecución
de un arte de “contexto”. Cómo
habrá de evolucionar la performance latinoamericana en los próximos
años es algo que no puede imaginarse. Lo trascendente será que
no lo haga ajustándose a los moldes y categorías prefijadas
por la centralidad ni sumiéndose en el ensimismamiento estético.
Es en la intersticialidad, en los bordes de toda categorización
reduccionista, donde se producirán los cambios que podamos interpretar
como nuevos descentramientos y quiebres creativos.
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