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La estética de la pertubación. |
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LA ESTÉTICA DE LA PERTURBACIÓN Lo primero que puede afirmarse es que lo específico de la interferencia se cifra en su apuesta por una “estética de la perturbación”. Pero esta perturbación, a contracorriente de otras prácticas gestadas en medio de la efervescencia política y contracultural de los 60’ y 70’, se aleja por igual de la provocación “gratuita” y del activismo. En el contexto de una contemporaneidad distópica, la interferencia no opera por el deseo de crear acciones artístico-comunicacionales destinadas a impulsar cambios sociales, sino que limita su interés a posibilitar un utopismo más ligado a la experiencia estética personal que reedita el ideal vanguardista de unir arte y vida. Ya no se trata de instalar producciones simbólicas encabalgadas en el discurso del arte politizado, sino de generar acciones que impliquen una ruptura o una grieta, aunque no sea más que mínima y efímera, en el entramado de los condicionamientos sociales. Como postulaba Julien Blaine, en 1970, al referirse
a los “agitadores
del día y de la noche de la poesía”, el desafío
radicaría en “crear situaciones que choquen las costumbres
de la gente, forzándola a la acción”, o en “influir
sobre el ambiente cotidiano de los demás para que estos tomen conciencia
de la realidad que los rodea”; en definitiva, en lograr “despertar
a los demás de su letargo” (2). La interferencia se propone
todo esto, pero a la vez se aleja del anhelo de “revolución” implícito
en los postulados de Blaine. Como Edgardo-Antonio Vigo, quien quiso diferenciarse
de sus colegas europeos e introdujo el término “revulsionar” para
contraponerlo a “revolucionar”, en la interferencia interesa
más la transformación interior antes que la modificación
de las estructuras sociales. La interferencia puede encarnar perfectamente
lo que Vigo proclamaba al decir que prefería el término REVULSIONAR “porque
la direccionalidad del mismo nos denuncia una ACTITUD y a ésta la
demarcamos dentro de lo individual-interior, por el contrario el perimido
término REVOLUCIÓN, nos denota y contacta con actos-exteriores
que produzcan cambios de actitudes” (3). Un segundo aspecto a considerar es que la interferencia necesita de un cuerpo. Sólo el cuerpo se constituye en el instrumento más eficaz para “materializar” la perturbación que encierran sus múltiples operaciones transgresivas. En este sentido, podemos decir que la interferencia es esencialmente performática. Trabaja con las dimensiones básicas de la performance: el cuerpo, el tiempo, el espacio y el espectador. Pero no mantiene ningún vínculo estrecho con la performance “clásica” tal como se fijó en los 70’, con su estética de espectáculo, sus rituales de narcisismo y sus manipulaciones ya convencionales del cuerpo. En la interferencia, el cuerpo no se sacraliza ni se ofrece como “vehículo de ninguna catarsis”, sino que se revela comprometido en interacciones artísticas en las que tratan de hacerse difusos los límites entre artista y espectador. Lo que debe considerarse no es el cuerpo que acciona, sino la acción, pero la acción no puede separarse del cuerpo. A diferencia de las intervenciones y las instalaciones efímeras donde el cuerpo se escatima o directamente se vuelve ausente, aquí el cuerpo debe estar necesariamente presente porque lo que se busca es la posibilidad de una interacción en tiempo real. El cuerpo es la herramienta que pretende interactuar con otros cuerpos, en un intento de inyectar en el espectador circunstancial una actitud participativa, aún cuando ésta se limite al rechazo o al disgusto. La dinámica relacional de la interferencia excluye toda posibilidad de espectáculo o de exposición, definiendo un desplazamiento desde la funcionalidad del cuerpo como objeto o soporte del arte hacia una funcionalidad puramente instrumental. Si trazáramos una genealogía, rastreando antecedentes de acciones performáticas asimilables a estos presupuestos, podemos encontrar un ejemplo casi paradigmático en el brasileño Flavio de Carvalho. En 1931, este artista realizó su Experiencia nº 2, que consistió en caminar en sentido contrario y atravesar la procesión de Corpus Christi que se desarrollaba en las calles de Sao Paulo. Aquí, Carvalho utilizó su cuerpo como un instrumento perturbador, pero logró, además, una reacción que se puede asimilar al desplazamiento que va desde el espectador-observador al espectador-participante, dado que los fieles pasaron del mero asombro a la violencia y a la persecución del artista. Como la germinal acción de Carvalho, las interferencias pueden revestir un carácter minimalista, pero precisamente en esto radica el éxito de su potencial desestabilizador. Nada más acertado que rehuir todo tipo de hermetismo y de construcciones simbólicas complejas, si lo que se busca es una comunicación predominantemente interactiva. La interferencia es eminentemente urbana. La ciudad es el escenario donde los condicionamientos sociales se han institucionalizado con mayor intensidad, provocando una especie de adormecimiento de la vida. Por esto es muy lógico que la interferencia apunte directamente a la inflexión del arte en la esfera urbana. Pero vale insistir en que su operatoria se aleja de la “Revolución urbana” que soñaban los situacionistas y de toda otra utopía de transformación de las estructuras sociales. De lo que se trata es de instalar micro - acontecimientos desestabilizantes, inesperados, extraños, que intenten quebrar y dislocar lo ordinario de la cotidianidad. Sobre el escenario de la ciudad, encarnadura de todos los discursos normalizadores, escenografía privilegiada de lo convencional y de lo previsible, la interferencia pretende re-crear otra ciudad donde se propongan nuevos recorridos e interrogantes, nuevas demarcaciones que reemplacen los trazados de la abulia por los de la aleatoriedad. A la mirada indolente y petrificada del transeúnte, del automovilista, del habitante urbano, la interferencia busca contraponer la peligrosidad del desconcierto; a la linealidad de los vínculos humanos, una serie de desplazamientos disfuncionales a la norma; al encierro simbólico de lo irreflexivo, el discurso de la insumisión. La ciudad, a partir de la racionalidad de su planificación y de la normativización de sus espacios de tránsito, de trabajo, de descanso, de juego, impone al devenir diario una lógica agobiante y totalizadora de sensatez y de acatamiento. Ahí es donde la interferencia propicia la grieta o el resquicio por donde se filtren la insensatez, la incongruencia, el delirio, la sorpresa, sus múltiples operatorias que distraen y desconcentran. La reacción es parte constitutiva de la interferencia. En tanto la interferencia instala una deriva, de ésta deviene toda una arborescencia de respuestas o reacciones. Si la fuerza paradoxal y confrontacional de la interferencia es eficazmente desplegada, resulta inexorable que se produzca una reacción. La índole de la interferencia presupone que la reacción es parte indisociable de ella y condición básica de su completud. Pero la reacción no hay que entenderla en los términos de lo esperable en un público que se somete a un espectáculo, porque aquí no hay espectáculo ni público. Quien ejecuta una interferencia no actúa más que en un espacio y un tiempo aleatorios y su “público” no es buscado o convocado, sino producto de una deliberada casualidad, con lo que se subvierten todos los presupuestos característicos de la performance tradicional. Esto basta para divorciar la interferencia de lo que conocemos como performance callejera o como acciones urbanas colectivas. La interferencia es más una estrategia que una presentación; su objetivo predominante es antes la reacción que la participación. Admitiendo que la reacción es una forma de participación, no se puede soslayar que la reacción se puede alejar peligrosamente de la empatía que estructura la mayoría de las propuestas participativas. De esto último, se desprende que las operatorias de la interferencia sean más confrontativas que consensuadas, más delincuenciales o clandestinas que inofensivas y digeribles. Puede ocurrir que quien experimente una interferencia sea más una víctima que un asistente entusiasta o fortuito. Puede arriesgarse incluso que quien interfiere se parezca más un perpetrador que a un operador artístico. La misma producción creativa resultante es tan singular, tan evanescente e incierta, que ni siquiera podemos pensarla valiéndonos de los términos que se ajustan a otras categorías o disciplinas. Tampoco es medible o analizable la reacción porque más allá de los visajes externos, la verdadera potencia de su perturbación queda inscrita en el interior de un transeúnte siempre ocasional y anónimo. NOTAS |