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Claudio L. Pérez
Argentina, 24/03/76-24/03/06

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En Argentina no se recuerda el regreso a la democracia de 1983 sino la caída en la dictadura de 1976. Y está bien que así sea. No hubo, no hay, victorias que rememorar sino la pérdida de un estadio cívico y de un cuerpo público que recordamos con indignación y con culpa.

En nuestra historia, el bombardeo de la aviación naval  a Plaza de Mayo en 1955 (murieron 364 personas), el asesinato de civiles desarmados en los basurales de José León Suárez el 10 de junio de 1956 (que narra Rodolfo Walsh en su “Operación Masacre”), la masacre de Trelew (agosto de 1972, en la que son fusilados 19 presos políticos sobrevivientes de un intento de fuga del penal de Rawson ), los asesinatos de dirigentes políticos a manos de los sicarios de la Triple A (su primer hecho de impacto fue el asesinato del senador Hipólito Solari Irigoyen, el 21 de septiembre de 1973), entre otros hechos de  violencia, ponen de manifiesto el encarnizamiento con que las fuerzas de choque de las derechas ideológicas, la oligarquía, el capitalismo financiero, los poderosos sectores preconciliares de la Iglesia Católica, y el imperialismo yanqui, habían decidido reprimir las manifestaciones teórico / prácticas del ideario de los ’60.

Esas acciones de represión, mutilación  y exterminio por sí mismas ponen de manifiesto la existencia de un cuerpo público conformado por cuerpos privados asumiendo representatividades reales o imaginarias y finalidades colectivas.

El 25 de mayo de 1973, con la asunción de la presidencia por Héctor J. Cámpora y la liberación de los presos políticos durante la misma noche de la asunción presidencial, con la presencia de familiares y compañeros de los detenidos reclamando en las puertas de las cárceles, las utopías de los ’60, una vez más y con fuerza, pusieron de manifiesto la existencia de ese cuerpo público. El 20 de junio de 1973, veinticinco días después, durante el regreso de Perón a Ezeiza, ese mismo cuerpo (más de 3 millones de personas) es mutilado a balazos por los sectores de derecha del propio peronismo.

Entonces los 30.000 compañeros secuestrados, torturados y finalmente desaparecidos de la dictadura de 1976, muchos de ellos sin militancia política o social, no simbolizaron para nosotros un sanguinario rito de iniciación en el desmembramiento comunitario sino un jalón más en las misas negras del poder ensañándose contra lo nuevo, contra toda probabilidad por lejana que fuese, siempre que ese cuerpo público pareció querer estructurarse, crecer, madurar de alguna manera.

Por eso, plantearnos desde el arte y la cultura, realizar un ejercicio de memoria alrededor de los 30 años del golpe militar fue apenas un intento de confluencia, desde distintas estéticas y posiciones, en la reconstrucción simbólica de aquel cuerpo desmembrado.

Los compañeros de Zona de Arte, Colectivo Artenpie, Mundos Oníricos y alumnos y profesores de la escuela Municipal de Bellas Artes Carlos Morel, de la ciudad de Quilmes, en Buenos Aires, Argentina, nos reunimos en la ribera Quilmeña predispuestos a la recordación y al homenaje, pero también a la crítica y la expresión libre de ideas y sentimientos de hoy sobre el pasado oprobioso y angustiante.

Flores amarillas arrojadas al río, tras un gran cartel que decía “las acciones derivadas de la desaparición forzada de personas son crímenes cuya persecución penal es imprescriptible” ¿en qué categoría debería asentarse? La crítica y el reclamo ¿pueden constituir un homenaje? ¿Flores o carteles? Más bien, para nosotros y nuestra historia, esta síntesis donde uno recuerda conmovido pero alerta, sin poder entregarse plenamente al dolor en el que estamos inscriptos o que nos inscribe.

El colectivo Artenpie optó por una operación de nominación (las placas que pegamos en las columnas de la pérgola de nuestra ribera llevaban el nombre de escritores y artistas plásticos desaparecidos y la cifra 1/30.000) como queriendo que los nombres de los escritores y artistas más conocidos nos ayudaran a nombrar a todos y cada uno de los desaparecidos (30.0000).

Un cuerpo público de aparición efímera ahora y con contornos que nos excedieron en los dibujos, fotografías, mensajes, gráfica, que aportaron todos los participantes de la muestra de arte correo “Vida es memoria” que organizaron las artistas Hilda Paz y Viviana Sasso. Esas obras, expuestas al viento del río, entre los árboles, como pájaros azorados por un pasado que se habían atrevido a frecuentar, más allá del dolor y la pérdida, viniendo desde los lejanos rincones de la derrota a afirmar un terco compromiso no sólo contra lo sucedido si no también con lo que nos puede volver a suceder si no agotamos las palabras y las imágenes retratando esos días de plomo que nos pesan y nos pesarán, como si la historia fuera una enorme carga.

Historia en la que uno ve / no ve. La ausencia, las ausencias, son hueco claros en el aire claro, sin contorno, y lo pintado en las chapas de la exposición callejera de plástica organizada por Artenpie, realizadas por más de 30 artistas distintos,  tiene en su conjunto, y contradictoriamente, la nitidez de la consigna, una intencionalidad de talismán que nos proteja de caer en esos poros del aire por donde puede uno perderse, desparecerse.

Nudos de la historia se nos suben a la garganta, cuando Gonzalo Crespo reparte los suyos sobre una tarjeta blanca que reza: Ataduras siguen en nuestras manos.

Alguien cae al agua.

El performer cae y flota como muerto en el agua barrosa. Su saco se hincha y mece con el movimiento del agua. Retorna a la vida sólo para alejarse y hundirse, para irse de nosotros mudos en la ribera. Esa espalda que va desapareciendo río adentro ya no es la de Javier Sobrino, es la de alguien que corre una suerte conocida, como si hubiera caído de un avión de la marina en un eufemístico “traslado”. Un cuerpo que siempre está cayendo y hundiéndose y reflotando, y que aparecerá algún día en la costa de Uruguay, empalado, como el del negrito Avellaneda (14 años).

Sobre el ruido de las olas se escuchan poemas que leen Raúl Ludueña y Néstor Tellechea. Crepitan las palabras como libros quemados y la llama fría del agua sostiene las fotos de los dictadores (Videla, Viola, Agosti), convertidas en barquitos de papel en la intervención de Gabriel Sasianbarrena, que son apedreados certera, profusamente, hasta que se hunden en el agua dorada del río que esos personajes no se merecen. No hay, no hubo en ello, excesos: sólo juicio y castigo a los culpables.