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La
Ciudad de la ley |
1.
Ahí yace la ciudad, con sus instituciones, sus monumentos y su tejido
residencial. En esa manera de yacer es posible leer su historia y la de quienes
la habitan. Ahí aparecen en diferentes capas, y en diferentes geometrías, los
hechos que la han constituido, y cuya presencia se ha prolongado a través del
tiempo, variando de una u otra manera. La ciudad que ahí yace ha ajustado sus
leyes y normas de convivencia de acuerdo con diferentes maneras de ver y de
hacer el mundo, de acuerdo con diferentes leyendas y mitos que le han dado orden
y maneras específicas de actuar a sus habitantes. En ella es posible leer su
economía, la manera de participar de sus pobladores de las diferentes clases
sociales; igualmente, es posible reconocer sus instituciones políticas, leer
sus etnias, reconocer sus planes urbanos y sus realizaciones arquitectónicas; y
también, y esto es lo que interesa reflexionar en estas notas, leer la manera cómo
se ha constituido a partir de la ley del goce. En
esta reflexión, la ley hace referencia a la prohibición del incesto, entendida
como ley fundante de la organización social, como lo plantea Freud en Totem y
Tabú[i];
y el goce, se refiere a aquello que Lacan describe como lo que escapa de la
cadena significante, de lo que aparece claramente concatenado, en relación
continua, como lo que interrumpe la armonía del campo simbólico que establece
el lenguaje, indicando un intersticio, produciendo a veces una ganancia y a
veces una pérdida. Aquí se parte de afirmar que esa característica de la
condición humana también se ha espacializado, que la ciudad tiene una trama
inicial a partir de la relación goce-ley; una trama oculta, milenaria, cuyas
duraciones se han perpetuado por siglos, pero que también se ha transformado.
En esa trama las mujeres y los hombres han ocupado espacios diferentes y han
configurado historias diferentes. La sociedad patriarcal que se ha perpetuado en
Occidente desde Grecia hasta el siglo XX, da cuenta de ciertas maneras de situar
lo público y lo íntimo; entendido lo público como todo lo que tiene que ver
con las normas de convivencia, con las instituciones, y también con lo privado,
en tanto éste se refiere a la propiedad sobre los bienes materiales. Por ello,
no se utiliza aquí este término; sinó que se prefiere el término íntimo
como antinomia del término público, en tanto que íntimo hace referencia a
todo aquello que tiene una relación específica con el cuerpo, con la
sexualidad, con lo que escapa de alguna manera a lo dicho como norma; y podría
decirse, que se refiere, de una manera muy clara a lo que tiene que ver con el
goce. A partir de la instauración de la ley que busca poner freno al goce, se
han legitimado espacios y se han silenciado otros. Dice
Freud, en Totem y Tabú, que el mito cuenta, que en un tiempo remoto, se
dio una gran revuelta; los hijos del gran padre se revelaron contra éste por
considerarse único dueño y poseedor a todas las mujeres, y que en esa revuelta
se unieron todos y lo asesinaron, pues ellos también querían gozar de ellas.
Pero sucedió que al hacerlo ese goce fantaseado se prohibió y en lugar de
poder disponer de un espacio libre para el disfrute, los hijos se reconocieron
hermanos, sintieron la culpa por el acto cometido e instauraron la ley del
incesto, que prohibía las relaciones sexuales entre hermanos y hermanas y
madres e hijos (la interdicción para la prohibición de las relaciones
padre-hija aparece más tarde). A partir de este hecho se estableció una norma
fundante para poder convivir colectivamente. Las mujeres fueron asignadas a los
hombres y se les confinó de tal manera que no pudieran ser codiciadas por unos
y otros, impidiendo así, que el caos volviera a desatarse, mientras se les
encomendaba, (de manera legítima, en unos períodos más que en otros, como por
ejemplo, cuando ellas fueron las otorgadoras del linaje), el ser transmisoras de
esa ley, en la crianza de los hijos. De
acuerdo con el relato del mito, esta empresa estuvo orientada por el deseo de
los hombres, pues como lo han señalado varios autores, entre ellos el mismo
Lacan en El Reverso del Psicoanálisis (Seminario 17,)[ii]
cuando discute con Freud su interpretación del Complejo de Edipo, y
especificamente trata este mito, de acuerdo con la narración, no se sabe que
dijeron las mujeres al saber que aquel a quien habían pertenecido por siglos,
había sido asesinado por aquellos otros, que parecían ser sus hermanos, pero
que las deseaban y por ello habían matado al padre, para poder poseerlas. No se
sabe si ese hecho les produjo a las mujeres, placer o dolor, sólo se sabe que
de inmediato encontraron nuevos amos, quizás menos poderoso que el asesinado,
pero al fin y al cabo amos, que tomaron sus cuerpos y las recluyeron en un lugar
aislado de las decisiones colectivas, como parte de su patrimonio, cual objetos
ganados después de la guerra. A
partir de este relato, parece posible acercarse a una lectura de la ciudad o a
una construcción de ella donde la presencia del mito parece haber sido la guía
de su configuración, al menos en lo que corresponde al orden simbólico que la
define. Podría decirse que hasta la revolución industrial, en el siglo XIX, la
manera como se conformaron las ciudades en Occidente, tuvo variaciones de
acuerdo a como se operativizó la ley, llegando a un fino racionamiento en períodos
como el del Siglo de Oro de la Grecia Clásica (siglo IV antes de Cristo) donde
pensadores como Platón, en su diálogo La República o de la Justicia[iii]
planteó finamente los detalles de una ley de convivencia, de tal manera que
pudieran instaurarse claras normas de comportamiento, acompañadas de dioses y
diosas que residían en templos y vigilaban que se cumplieran. En otros períodos
como por ejemplo, en el medioevo, la ley apareció claramente resguardada por la
religión, a través de instituciones como la Iglesia, con claros mandatos para
el comportamiento de sus fieles, a través de mitologías que transmitían
mensajes que buscaban cuidar lo establecido, como por ejemplo, los Diez
Mandamientos de Moisés. Es así como se
configuraron las ciudades con monumentos erigidos a sus instituciones, con el
fin de posibilitar las funciones de vigilancia y control que según Platon (República)
deberían ejercer los guardianes de la ciudad. Estos monumentos recrearon los
acuerdos obtenidos socialmente, no solamente entre humanos, sinó entre éstos y
los dioses. Templos y santuarios para posibilitar el diálogo y reconciliación
con los inmortales, iglesias para implorar misericordia para la débil y
pecadora naturaleza humana; palacios de gobierno para cuidar la continuidad de
los poderes establecidos, y velar por los bienes adquiridos, lugares de reclusión
y de castigo para poner en evidencia la transgresión e impedir su repetición;
lugares destinados a la procreación y transmisión de la ley, en la esfera de
lo privado; lugares para los muertos, para preparar sus cuerpos y depositar sus
cadáveres. Las
instituciones a través de sus monumentos se ofrecieron como significantes que
se relacionaron unos con otros conformando una cadena que se ofreció como un
claro campo simbólico que parecía no poder romperse, ni transgredirse. Sin
embargo, su fortaleza siempre presentó fisuras, pues como se dijo
anteriormente, fue necesario, por ejemplo, construir lugares para el castigo,
para castigar a todo aquel que no se acomodara a la normativa establecida. Amos
de diferentes procedencias representaron el predominio de una u otra institución;
algunos encarnaron el poder de la religión, otros el de la guerra, otros el del
Estado; y todos legislaron de una manera o de otra y construyeron edificaciones
y modelaron la ciudad. Pero no podría
decirse que la mujer se dejó de lado en esta organización, a ella se le asignó
una función en el discurso de aquel que preso de la culpa por el asesinato, se
erigía en el nuevo amo que ordenaba, organizaba y controlaba la producción de
un saber que lo sostenía en su propia condición. A ella se le asignó como
lugar, en ese campo simbólico, la institución de la familia, y un papel muy
importante en ella. No como proveedora, pues esto era una deber del amo, a quien
le pertenecían los bienes allí guardados, entre los que figuraba ella misma,
sino como cuerpo engendrador, como moldeadora del carácter y protectora de los
cuerpos que paría, que deberían continuar en la tradición del sistema
establecido. Se le encomendó una tarea muy importante: el ser la madre de sus
hijos y la transmisora a ellos de la ley, a través del período de formación.
Para esta labor se les asignó la casa. Ésta debería ser su lugar de encierro
y habitación, de la alimentación y de una crianza que debería lograr
continuidad de la ley establecida; ella debería ser nutriente del cuerpo que
nacía, debería garantizar que las criaturas repitieran el ciclo de sus
mayores; debería garantizara la formación de sus hijos varones, de tal manera
que en su vida adulta pudieran participar de la formulación de la ley, del
afuera; y también debería garantizar que sus hijas mujeres continuaran
adentro, cumpliendo su papel, asegurando la repetición del ciclo. Quizás este
mismo encierro garantizaba la permanencia de una imagen idealizada de ella
misma, que la hacia ausente y distante, pero que era necesaria para que los
hombres en diferentes momentos, la tomaron como motivo para llevar adelante sus
empresas. Es el caso por ejemplo de la mujer idealizada de los caballeros
andantes, en la Edad Media. Pero
dejando de lado estas posibilidades de lo imaginario que abrirían quizás otros
lugares para la mujer en la configuración de la ciudad, y retornando al plano
simbólico y al papel a ella asignado en el mismo, podría decirse que las
tareas asignadas como madre y nodriza, no le eran extrañas; su propio cuerpo,
conocido desde la intimidad, se la indicaba. Sabía de sus vacíos por llenar,
de los vacíos protectores que podían albergar la vida; conocía el alimento
que producía su cuerpo para ello y sabía además, del espacio de libertad y
goce que esta posibilidad le brindaba. Su posibilidad de guardadora y
fermentadora de la semilla le permitía apaciguar la angustia que le producía
su condición de mortal, a la que tanto ella como su amo estaban condenados, le
permitía una continuidad que parecía prometer la inmortalidad misma, como ya
lo había dicho la sabía Diotima de Mantinea al mismo Socrates, al preguntarle
éste sobre el amor, y al responderle ella sobre la maternidad como la forma más
perfecta de este sentimiento, en tanto garantiza la continuidad de la vida.[iv] Este
orden de la ciudad, con espacios específicos para las instituciones, pero también
para la procreación y para un goce
que inevitablemente lograba escaparse de la interdicción, aseguraban bastante
bien, el sostenimiento del discurso del amo establecido. Los vientres eran
contenidos, y eran protegidos de la mirada de los otros. Ellos con sus
misterios, con su posibilidad de desatar lo irracional, pero también con su
posibilidad de contener vida, estaban guardados allí, pero no sólo para que
aseguraran la institución familiar, sinó como reducto para el goce, culpable o
no, para el despliegue de lo desconocido, de lo que escapa a cualquier lógica.
Quizás, allá entre muros, puertas cerradas, cubrelechos o pieles, el deseo
encontraba su objeto de placer, más o menos permisivo de acuerdo con las
instituciones reinantes; aunque, como es sabido, ha requerido, en repetidas
ocasiones de la historia, de otros lugares libres de la función de procrear,
exclusivos para el desfogue, para el placer, para lo que parece no poder
contenerse, protegiendo con ello la institución familiar y por tanto la ley
establecida. Son lugares para aquello que claramente se escapa de esa cadena
significante, y que requiere de su propia espacialización, como garantía de
una cierta posibilidad de manejo. Este orden ha
requerido para mantenerse de diferentes sacrificados o mejor de diferentes
silencios. Los amos se han alimentado de diferentes recluidos, de esclavos
despojados de sus saberes y de sus cuerpos, de la mujer reducida durante siglos,
unicamente a su posibilidad de madre reproductora, desprovista, con muy pocas
excepciones, de palabra en el ágora, de la ingerencia en la definición del
sentido social, condenada a un casi desconocimiento de su propio cuerpo, pero a
la vez, hay que decirlo, y de nuevo la concatenación que pretende esta reflexión
se escapa, ha sido requerida en diferentes momentos de la historia, como
mediadora entre eso simbólico claramente ubicado y lo que lo sobrepasaba. Las
instituciones instauradas por los hombres para hacer efectiva su ley han sido
legitimadas en monumentos que le han dado estructura a las ciudades, mientras la
mujer ligada a un goce que parecía no poder desprenderse del caos mismo, fue
ubicada en edificaciones anónimas, que se denominan viviendas; nominación, que
por la generalización que encierra, se convierte en un obstáculo más que
impide reconocer lo que realmente sucede adentro de cada una de las habitaciones
que configuran ese tejido. Durante largos siglos, la mujer se sometió a su
reclusión y respetó el temor que ella misma le producía a sus amos, pues ella
misma no podía reconocerse. Se dejó cuidar, y sus apariciones en el espacio
donde se decidía lo público siempre estuvieron mediadas por acompañantes que
tenían como tarea resguardarla de fuerzas devastadoras que ella misma podría
desatar. Diferentes amos
han contribuido a ello, pero quizás ha sido la religión el mayor cómplice
para este encierro. Ya el Génesis la consideraba culpable del primer pecado e
instauraba un mandato. Ella le dió a Adán de comer del fruto prohibido, ella
parecía poseer el saber de un goce nefasto, poderoso. Por ello fueron
expulsados del paraíso y condenados a un poblamiento atravesado por el dolor y
por el trabajo. Su cuerpo pagaba doblemente la culpa, parir con dolor y quedar
excluido de lo público, quedar como parte de quien la poseyó, bajo su custodía,
como uno de sus bienes. Mujeres permaneced en vuestras casas para evitar que el
pecado surja, que la furia divina se desate, someteos a los amos que ordenan la
ciudad, a ti se te dará el pequeño reino de tu casa, parir con dolor,
resignaos a la ley que ellos te ofrecen. Si descubres tu cuerpo como fuente de
placer ocuparás el lugar de las tinieblas, saldrás al espacio de lo público y
tendrás que ocultarte. Sed como la virgen, que pudo dar a luz sin conciencia de
su cuerpo, sin mancillarlo. A través de la
historia de Occidente, la mujer ha introyectado los discursos que le han
conferido su papel, los diferentes símbolos que los han acompañado, y ha
demostrado su habilidad para adoptarlos, salvaguardarlos e intronizarlos en su
casa; ellos se han alimentado del calor que emana de sí misma y han sido
transmitidos a los suyos. Pero ese confinamiento, también ha tenido sus
fisuras, y le ha permitido atender otras esferas que escapan a la ley, que
emanan de su propio cuerpo y le permiten un saber diferente, una extensión de sí
misma que invade lo que toca y lo posee, confiriéndole una relación específica
con su propio cuerpo y un sutil saber de los otros cuerpos que cuida y forma.
Extiende sus brazos en cortinas y edredones para protegerlos del frío; prepara
camas con colchones y almohadones para que no se maltraten, enseña a los niños
a lavar sus cuerpos para que puedan participar de un mundo que rechaza el mal
olor y la mugre, extiende su posibilidad de amamantamiento a alimentos diversos
de los más variados sabores, conforma su casa como su propio vientre, cuida y
prepara a sus hijos para el nacimiento a lo público y a sus hijas para que
continúen su función. A la vez que ello ocurre, se sabe objeto del deseo de su
amo, de ese que le lleva noticias del afuera, de ese que ha asumido sin
preguntarle, porque así lo heredó de sus antepasados, el ser su representante,
de ese que le ha encomendado cuidar sus hijos, de ese que no le dio espacio en
la definición de las normas y en la construcción de la cultura. Ese amo la ha
poseído por siglos, aún sigue reinando de diferentes maneras, pero no la ha
satisfecho, ha aparecido incapaz, no ha llenado sus deseos; ella solamente le ha
obedecido, mientras ha soñado con otros mundos, con otros amos mejores, quizás
con la ilusión de príncipes azules, presa de su propio desconocimiento,
requiriendo de alguien que llene su vacío de palabra. El amo y la histérica,
como diría Lacan, uno para el otro, atrapados en el temor del caos, atrapados
en el temor del goce, atrapados y cuidados por instituciones que tanto en un
caso, como en el otro, han mutilado sus posibilidades. 2.
En la ciudad que ahí yace, aparece, en este siglo, la casa abierta, la
mujer ha salido a la calle, la casa se ha quedado sin vigilante, parece que todo
se ha trastocado. La mujer requerida por el amo ha traspasado el umbral para
buscar al amo grande, al gran Otro, a aquel al cual su representante ha
obedecido desde siempre, el que está afuera, el que ha dispuesto el orden de la
ciudad, el que ha participado del espacio de lo público. Un cambio histórico
ha sucedido, la ciencia con sus desarrollos tecnológicos, con su ilusión de
progreso ha sacado a todos de sus viviendas al imponerse como el nuevo amo que
gobierna. Un amo sostenido por el desarrollo del capital, correspondiéndose el
uno con el otro. Mujeres, niños y ancianos han tenido que vincularse a la
industria. Liberación de un encierro, ingreso en una nueva denominación,
apertura a la ciudad industrial, al desarrollo de la metrópoli, de sus inmensas
posibilidades, de las multitudes, como bellamente la han descrito Poe y
Baudelaire. La mujer tiene
a partir de ahora nuevos horizontes. El salir a la calle le permite empezar a
darse cuenta que en esa cadena de significantes que allí se ofrecen, ella no
parece estar presente, ni con su pensamientos, ni con su cuerpo, ni con su
palabra, que ella no ha dicho nada para su construcción, que hay ausencia de
ella. Se le ofrece la alternativa de plegarse a lo que encuentra construido a
partir del deseo y la palabra del hombre, y entrar a competir con él, o de
empezar a nombrar a partir de sí misma, de la recuperación de su memoria, de
su cuerpo, de las trazas que han quedado inscritas en él, de darle un sentido a
lo que de alguna manera, sabe ha ocurrido desde el origen. Y su andar en este
siglo se mueve en una dirección y otra, ganando cada vez más la segunda
alternativa. Sólo desde ella misma puede nombrar y ofrecer, transgredir y
acoger, desde ella misma puede fundar, modelar de otra manera la ciudad,
formular de otra manera la ley. Ahora,
la modernidad con su racionalidad, la ha requerido y le ha permitido acceder al
saber del amo. Su cuerpo ha dejado
de ser maldito para ser higiénico, sus transformaciones corporales han podido
entenderse a partir de funciones biológicas. Los tiempos han cambiado y la
ciencia como nuevo amo del mundo ha ofrecido otra posibilidad. De un lado, ha
requerido que todos, hombres y mujeres, se vinculen a su loca carrera de
conquista del mundo, a la producción incontrolada que requiere el capital, y de
otro, ha encontrado la posibilidad de contener lo que pueda desprenderse de su
cuerpo, de un lado puede controlar la procreación, y posibilitar el salir al
afuera, protegidas, con cierta seguridad sobre ellas mismas. De otro, el amo se
las ha arreglado, y con la complicidad de la ciencia que ha liberado el cuerpo
femenino del misterio y lo ha reducido a funciones biológicas, ha permitido que
mediante las nuevas tecnologías, se resalten sus cualidades plásticas en
espacios específicos para ser admiradas, para ser vistas sin ser tocadas, para
ser poseídas imaginariamente, impidiendo que el caos se desate. Las
posibilidades por ejemplo, de la gráfica, de la televisión, de la informática,
nos permiten participar de un espacio virtual a nuestras anchas, sin temer que
se construyan territorios o cruces de territorios con amos reales, concretos,
matéricos. Pero la salida
de la mujer a la calle no podía quedarse solamente en la vinculación a una
racionalidad establecida, las fisuras también estaban allí, y ella ha empezado
a recuperar su memoria, su palabra, a darle a su historia un sentido, así como
ya lo había hecho Sherezada, cuando en tiempos remotos, narraba al rey durante
mil y una noches cuentos de diversa índole que le revelaban su propio goce,
recuperando de esta manera su posibilidad de decir, y de salvar su vida. Ahora
ellas se preguntaban ¿qué pasó cuando mataron al padre? ¿por qué no habían
respondido?. Las mujeres se dieron cuenta que se habían liberado de aquel que
las poseía sin compasión, sin consultar su deseo, que no habían dicho nada y
que a consecuencia de ese asesinato, cometido al parecer por sus hermanos,
debieron ser recluidas. La ciudad se construyó presa de esa ley de prohibición.
El cuerpo encarcelado, el cuerpo cerrado por cinturones de castidad, el cuerpo
dibujando espacios del adentro, regocijado en la posibilidad cómplice de sufrir
la condena por el asesinato, filtrándose en expresiones inentendibles, por no
poder expresarse en toda su potencialidad, llegando en ocasiones hasta ser
quemado en las hogueras. ¿Acaso fueron ellas cómplices de ese primer
asesinato? ¿acaso querían liberarse de ese monstruo?
pero pasó que fueron recluídas. La maldición era doble, ellas eran el
objeto de deseo del gran padre y por ellas, sus hermanos lo mataron. Era una
expiación que deberían cumplir ¿hasta dónde llegaba su culpa? ¿hasta dónde
ella inducía al pecado? El castigo había sido largo, acaso aún continúa,
aunque han salvado muchos obstáculos, no han recordado plenamente su propia
experiencia, no han construido aún un claro espacio para su palabra, y
pasivamente siguen los mandatos instituidos. Las
mujeres han iniciado su ingreso en el espacio de lo público pero aún no se han
ajustado a él, y él a ellas. Sus saberes del silencio, del no decir, del
descifrar en detalle las imágenes de morada y su posibilidades como moradoras
apenas empieza a surgir a través de la construcción de sus memorias, de nuevos
decires que las conforman. Tienen una manera de reconocer la luz y la oscuridad,
de mover sus cuerpos, de establecer mundos y de hacer la tierra; en ellas la
cercanía parece ser permanente compañía y lo distante requiere redefinirse
hasta hacerlo cercano. El hombre como amo que las recluye no les interesa más,
pues en esa mirada denota su impotencia, su imposiblidad de verlas más allá de
su papel como morada y de dejar que ellas moren en él, reconozcan claramente su
cuerpo, su saber, y se nieguen a ser meros representantes del Otro. La casa al
abrirse expulsa a la mujer al afuera, pero también a muchas de las actividades
que allí se realizaban con el cuerpo. Allí se sucedían el nacimiento, la
crianza y la muerte. Allí se festejaban los ritos iniciáticos como el de la
pubertad, y el matrimonio. En la actualidad, el nacimiento sucede en el
hospital, la crianza, se da en los jardines y en las escuelas desde una muy
temprana edad, la muerte tiene la ceremonia fúnebre en las casas de velación,
las ceremonias iniciáticas se realizan en los clubes y salones sociales, la
comida tiene un sin número de lugares alternos por fuera de la casa. La casa se
queda, casi que unicamente, como lugar de reposo o sitio de la intimidad que
emana del propio cuerpo, de la sexualidad. Pero la casa abierta también invita
al hombre a entrar, así como el espacio de afuera empieza a ser compartido por
ambos, el espacio de adentro también se vive de diferente manera, los discursos
se transforman, y ambos pueden quedar sometidos al amo más fuerte que demanda
su presencia, o sometidos a encontrar un nuevo orden que contenga la posibilidad
de cada uno como morada y como moradores. No sólo la mujer debe recomponer su
cuerpo y su visión de los otros, sinó que el hombre debe también hacer lo
propio. En ese reconocimiento y construcción, una nueva trama de ciudad debe
denotarse, con espacios para el deseo y el goce, sin implicar la reclusión de
uno de los participantes en un espacio cerrado y la exclusión de uno de los
participantes del espacio de lo íntimo. La ciudad deberá posibilitar espacios
para la dicha y el dolor. La
ciudad yace allí enfrente, con las puertas de sus casas abiertas, algo está
pasando, una nueva forma de vida ha empezado a surgir. [i] Sigmund Freud, Totem
y Tabú, Editorial Biblioteca Nueva, Madrid, 1968, 511-600. |