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La Ciudad de la ley 
del Goce: 
Una mirada desde la mujer
Beatriz García Moreno  

1.  Ahí yace la ciudad, con sus instituciones, sus monumentos y su tejido residencial. En esa manera de yacer es posible leer su historia y la de quienes la habitan. Ahí aparecen en diferentes capas, y en diferentes geometrías, los hechos que la han constituido, y cuya presencia se ha prolongado a través del tiempo, variando de una u otra manera. La ciudad que ahí yace ha ajustado sus leyes y normas de convivencia de acuerdo con diferentes maneras de ver y de hacer el mundo, de acuerdo con diferentes leyendas y mitos que le han dado orden y maneras específicas de actuar a sus habitantes. En ella es posible leer su economía, la manera de participar de sus pobladores de las diferentes clases sociales; igualmente, es posible reconocer sus instituciones políticas, leer sus etnias, reconocer sus planes urbanos y sus realizaciones arquitectónicas; y también, y esto es lo que interesa reflexionar en estas notas, leer la manera cómo se ha constituido a partir de la ley del goce.

En esta reflexión, la ley hace referencia a la prohibición del incesto, entendida como ley fundante de la organización social, como lo plantea Freud en Totem y Tabú[i]; y el goce, se refiere a aquello que Lacan describe como lo que escapa de la cadena significante, de lo que aparece claramente concatenado, en relación continua, como lo que interrumpe la armonía del campo simbólico que establece el lenguaje, indicando un intersticio, produciendo a veces una ganancia y a veces una pérdida. Aquí se parte de afirmar que esa característica de la condición humana también se ha espacializado, que la ciudad tiene una trama inicial a partir de la relación goce-ley; una trama oculta, milenaria, cuyas duraciones se han perpetuado por siglos, pero que también se ha transformado. En esa trama las mujeres y los hombres han ocupado espacios diferentes y han configurado historias diferentes. La sociedad patriarcal que se ha perpetuado en Occidente desde Grecia hasta el siglo XX, da cuenta de ciertas maneras de situar lo público y lo íntimo; entendido lo público como todo lo que tiene que ver con las normas de convivencia, con las instituciones, y también con lo privado, en tanto éste se refiere a la propiedad sobre los bienes materiales. Por ello, no se utiliza aquí este término; sinó que se prefiere el término íntimo como antinomia del término público, en tanto que íntimo hace referencia a todo aquello que tiene una relación específica con el cuerpo, con la sexualidad, con lo que escapa de alguna manera a lo dicho como norma; y podría decirse, que se refiere, de una manera muy clara a lo que tiene que ver con el goce. A partir de la instauración de la ley que busca poner freno al goce, se han legitimado espacios y se han silenciado otros.

Dice Freud, en Totem y Tabú, que el mito cuenta, que en un tiempo remoto, se dio una gran revuelta; los hijos del gran padre se revelaron contra éste por considerarse único dueño y poseedor a todas las mujeres, y que en esa revuelta se unieron todos y lo asesinaron, pues ellos también querían gozar de ellas. Pero sucedió que al hacerlo ese goce fantaseado se prohibió y en lugar de poder disponer de un espacio libre para el disfrute, los hijos se reconocieron hermanos, sintieron la culpa por el acto cometido e instauraron la ley del incesto, que prohibía las relaciones sexuales entre hermanos y hermanas y madres e hijos (la interdicción para la prohibición de las relaciones padre-hija aparece más tarde). A partir de este hecho se estableció una norma fundante para poder convivir colectivamente. Las mujeres fueron asignadas a los hombres y se les confinó de tal manera que no pudieran ser codiciadas por unos y otros, impidiendo así, que el caos volviera a desatarse, mientras se les encomendaba, (de manera legítima, en unos períodos más que en otros, como por ejemplo, cuando ellas fueron las otorgadoras del linaje), el ser transmisoras de esa ley, en la crianza de los hijos.

De acuerdo con el relato del mito, esta empresa estuvo orientada por el deseo de los hombres, pues como lo han señalado varios autores, entre ellos el mismo Lacan en El Reverso del Psicoanálisis (Seminario 17,)[ii] cuando discute con Freud su interpretación del Complejo de Edipo, y especificamente trata este mito, de acuerdo con la narración, no se sabe que dijeron las mujeres al saber que aquel a quien habían pertenecido por siglos, había sido asesinado por aquellos otros, que parecían ser sus hermanos, pero que las deseaban y por ello habían matado al padre, para poder poseerlas. No se sabe si ese hecho les produjo a las mujeres, placer o dolor, sólo se sabe que de inmediato encontraron nuevos amos, quizás menos poderoso que el asesinado, pero al fin y al cabo amos, que tomaron sus cuerpos y las recluyeron en un lugar aislado de las decisiones colectivas, como parte de su patrimonio, cual objetos ganados después de la guerra.  

A partir de este relato, parece posible acercarse a una lectura de la ciudad o a una construcción de ella donde la presencia del mito parece haber sido la guía de su configuración, al menos en lo que corresponde al orden simbólico que la define. Podría decirse que hasta la revolución industrial, en el siglo XIX, la manera como se conformaron las ciudades en Occidente, tuvo variaciones de acuerdo a como se operativizó la ley, llegando a un fino racionamiento en períodos como el del Siglo de Oro de la Grecia Clásica (siglo IV antes de Cristo) donde pensadores como Platón, en su diálogo La República o de la Justicia[iii] planteó finamente los detalles de una ley de convivencia, de tal manera que pudieran instaurarse claras normas de comportamiento, acompañadas de dioses y diosas que residían en templos y vigilaban que se cumplieran. En otros períodos como por ejemplo, en el medioevo, la ley apareció claramente resguardada por la religión, a través de instituciones como la Iglesia, con claros mandatos para el comportamiento de sus fieles, a través de mitologías que transmitían mensajes que buscaban cuidar lo establecido, como por ejemplo, los Diez Mandamientos de Moisés. 

Es así como se configuraron las ciudades con monumentos erigidos a sus instituciones, con el fin de posibilitar las funciones de vigilancia y control que según Platon (República) deberían ejercer los guardianes de la ciudad. Estos monumentos recrearon los acuerdos obtenidos socialmente, no solamente entre humanos, sinó entre éstos y los dioses. Templos y santuarios para posibilitar el diálogo y reconciliación con los inmortales, iglesias para implorar misericordia para la débil y pecadora naturaleza humana; palacios de gobierno para cuidar la continuidad de los poderes establecidos, y velar por los bienes adquiridos, lugares de reclusión y de castigo para poner en evidencia la transgresión e impedir su repetición; lugares destinados a la procreación y transmisión de la ley, en la esfera de lo privado; lugares para los muertos, para preparar sus cuerpos y depositar sus cadáveres.

Las instituciones a través de sus monumentos se ofrecieron como significantes que se relacionaron unos con otros conformando una cadena que se ofreció como un claro campo simbólico que parecía no poder romperse, ni transgredirse. Sin embargo, su fortaleza siempre presentó fisuras, pues como se dijo anteriormente, fue necesario, por ejemplo, construir lugares para el castigo, para castigar a todo aquel que no se acomodara a la normativa establecida. Amos de diferentes procedencias representaron el predominio de una u otra institución; algunos encarnaron el poder de la religión, otros el de la guerra, otros el del Estado; y todos legislaron de una manera o de otra y construyeron edificaciones y modelaron la ciudad.

Pero no podría decirse que la mujer se dejó de lado en esta organización, a ella se le asignó una función en el discurso de aquel que preso de la culpa por el asesinato, se erigía en el nuevo amo que ordenaba, organizaba y controlaba la producción de un saber que lo sostenía en su propia condición. A ella se le asignó como lugar, en ese campo simbólico, la institución de la familia, y un papel muy importante en ella. No como proveedora, pues esto era una deber del amo, a quien le pertenecían los bienes allí guardados, entre los que figuraba ella misma, sino como cuerpo engendrador, como moldeadora del carácter y protectora de los cuerpos que paría, que deberían continuar en la tradición del sistema establecido. Se le encomendó una tarea muy importante: el ser la madre de sus hijos y la transmisora a ellos de la ley, a través del período de formación. Para esta labor se les asignó la casa. Ésta debería ser su lugar de encierro y habitación, de la alimentación y de una crianza que debería lograr continuidad de la ley establecida; ella debería ser nutriente del cuerpo que nacía, debería garantizar que las criaturas repitieran el ciclo de sus mayores; debería garantizara la formación de sus hijos varones, de tal manera que en su vida adulta pudieran participar de la formulación de la ley, del afuera; y también debería garantizar que sus hijas mujeres continuaran adentro, cumpliendo su papel, asegurando la repetición del ciclo. Quizás este mismo encierro garantizaba la permanencia de una imagen idealizada de ella misma, que la hacia ausente y distante, pero que era necesaria para que los hombres en diferentes momentos, la tomaron como motivo para llevar adelante sus empresas. Es el caso por ejemplo de la mujer idealizada de los caballeros andantes, en la Edad Media.

Pero dejando de lado estas posibilidades de lo imaginario que abrirían quizás otros lugares para la mujer en la configuración de la ciudad, y retornando al plano simbólico y al papel a ella asignado en el mismo, podría decirse que las tareas asignadas como madre y nodriza, no le eran extrañas; su propio cuerpo, conocido desde la intimidad, se la indicaba. Sabía de sus vacíos por llenar, de los vacíos protectores que podían albergar la vida; conocía el alimento que producía su cuerpo para ello y sabía además, del espacio de libertad y goce que esta posibilidad le brindaba. Su posibilidad de guardadora y fermentadora de la semilla le permitía apaciguar la angustia que le producía su condición de mortal, a la que tanto ella como su amo estaban condenados, le permitía una continuidad que parecía prometer la inmortalidad misma, como ya lo había dicho la sabía Diotima de Mantinea al mismo Socrates, al preguntarle éste sobre el amor, y al responderle ella sobre la maternidad como la forma más perfecta de este sentimiento, en tanto garantiza la continuidad de la vida.[iv]

Este orden de la ciudad, con espacios específicos para las instituciones, pero también para la  procreación y para un goce que inevitablemente lograba escaparse de la interdicción, aseguraban bastante bien, el sostenimiento del discurso del amo establecido. Los vientres eran contenidos, y eran protegidos de la mirada de los otros. Ellos con sus misterios, con su posibilidad de desatar lo irracional, pero también con su posibilidad de contener vida, estaban guardados allí, pero no sólo para que aseguraran la institución familiar, sinó como reducto para el goce, culpable o no, para el despliegue de lo desconocido, de lo que escapa a cualquier lógica. Quizás, allá entre muros, puertas cerradas, cubrelechos o pieles, el deseo encontraba su objeto de placer, más o menos permisivo de acuerdo con las instituciones reinantes; aunque, como es sabido, ha requerido, en repetidas ocasiones de la historia, de otros lugares libres de la función de procrear, exclusivos para el desfogue, para el placer, para lo que parece no poder contenerse, protegiendo con ello la institución familiar y por tanto la ley establecida. Son lugares para aquello que claramente se escapa de esa cadena significante, y que requiere de su propia espacialización, como garantía de una cierta posibilidad de manejo.

Este orden ha requerido para mantenerse de diferentes sacrificados o mejor de diferentes silencios. Los amos se han alimentado de diferentes recluidos, de esclavos despojados de sus saberes y de sus cuerpos, de la mujer reducida durante siglos, unicamente a su posibilidad de madre reproductora, desprovista, con muy pocas excepciones, de palabra en el ágora, de la ingerencia en la definición del sentido social, condenada a un casi desconocimiento de su propio cuerpo, pero a la vez, hay que decirlo, y de nuevo la concatenación que pretende esta reflexión se escapa, ha sido requerida en diferentes momentos de la historia, como mediadora entre eso simbólico claramente ubicado y lo que lo sobrepasaba. Las instituciones instauradas por los hombres para hacer efectiva su ley han sido legitimadas en monumentos que le han dado estructura a las ciudades, mientras la mujer ligada a un goce que parecía no poder desprenderse del caos mismo, fue ubicada en edificaciones anónimas, que se denominan viviendas; nominación, que por la generalización que encierra, se convierte en un obstáculo más que impide reconocer lo que realmente sucede adentro de cada una de las habitaciones que configuran ese tejido. Durante largos siglos, la mujer se sometió a su reclusión y respetó el temor que ella misma le producía a sus amos, pues ella misma no podía reconocerse. Se dejó cuidar, y sus apariciones en el espacio donde se decidía lo público siempre estuvieron mediadas por acompañantes que tenían como tarea resguardarla de fuerzas devastadoras que ella misma podría desatar.

Diferentes amos han contribuido a ello, pero quizás ha sido la religión el mayor cómplice para este encierro. Ya el Génesis la consideraba culpable del primer pecado e instauraba un mandato. Ella le dió a Adán de comer del fruto prohibido, ella parecía poseer el saber de un goce nefasto, poderoso. Por ello fueron expulsados del paraíso y condenados a un poblamiento atravesado por el dolor y por el trabajo. Su cuerpo pagaba doblemente la culpa, parir con dolor y quedar excluido de lo público, quedar como parte de quien la poseyó, bajo su custodía, como uno de sus bienes. Mujeres permaneced en vuestras casas para evitar que el pecado surja, que la furia divina se desate, someteos a los amos que ordenan la ciudad, a ti se te dará el pequeño reino de tu casa, parir con dolor, resignaos a la ley que ellos te ofrecen. Si descubres tu cuerpo como fuente de placer ocuparás el lugar de las tinieblas, saldrás al espacio de lo público y tendrás que ocultarte. Sed como la virgen, que pudo dar a luz sin conciencia de su cuerpo, sin mancillarlo.

A través de la historia de Occidente, la mujer ha introyectado los discursos que le han conferido su papel, los diferentes símbolos que los han acompañado, y ha demostrado su habilidad para adoptarlos, salvaguardarlos e intronizarlos en su casa; ellos se han alimentado del calor que emana de sí misma y han sido transmitidos a los suyos. Pero ese confinamiento, también ha tenido sus fisuras, y le ha permitido atender otras esferas que escapan a la ley, que emanan de su propio cuerpo y le permiten un saber diferente, una extensión de sí misma que invade lo que toca y lo posee, confiriéndole una relación específica con su propio cuerpo y un sutil saber de los otros cuerpos que cuida y forma. Extiende sus brazos en cortinas y edredones para protegerlos del frío; prepara camas con colchones y almohadones para que no se maltraten, enseña a los niños a lavar sus cuerpos para que puedan participar de un mundo que rechaza el mal olor y la mugre, extiende su posibilidad de amamantamiento a alimentos diversos de los más variados sabores, conforma su casa como su propio vientre, cuida y prepara a sus hijos para el nacimiento a lo público y a sus hijas para que continúen su función. A la vez que ello ocurre, se sabe objeto del deseo de su amo, de ese que le lleva noticias del afuera, de ese que ha asumido sin preguntarle, porque así lo heredó de sus antepasados, el ser su representante, de ese que le ha encomendado cuidar sus hijos, de ese que no le dio espacio en la definición de las normas y en la construcción de la cultura.

Ese amo la ha poseído por siglos, aún sigue reinando de diferentes maneras, pero no la ha satisfecho, ha aparecido incapaz, no ha llenado sus deseos; ella solamente le ha obedecido, mientras ha soñado con otros mundos, con otros amos mejores, quizás con la ilusión de príncipes azules, presa de su propio desconocimiento, requiriendo de alguien que llene su vacío de palabra. El amo y la histérica, como diría Lacan, uno para el otro, atrapados en el temor del caos, atrapados en el temor del goce, atrapados y cuidados por instituciones que tanto en un caso, como en el otro, han mutilado sus posibilidades.

2.  En la ciudad que ahí yace, aparece, en este siglo, la casa abierta, la mujer ha salido a la calle, la casa se ha quedado sin vigilante, parece que todo se ha trastocado. La mujer requerida por el amo ha traspasado el umbral para buscar al amo grande, al gran Otro, a aquel al cual su representante ha obedecido desde siempre, el que está afuera, el que ha dispuesto el orden de la ciudad, el que ha participado del espacio de lo público. Un cambio histórico ha sucedido, la ciencia con sus desarrollos tecnológicos, con su ilusión de progreso ha sacado a todos de sus viviendas al imponerse como el nuevo amo que gobierna. Un amo sostenido por el desarrollo del capital, correspondiéndose el uno con el otro. Mujeres, niños y ancianos han tenido que vincularse a la industria. Liberación de un encierro, ingreso en una nueva denominación, apertura a la ciudad industrial, al desarrollo de la metrópoli, de sus inmensas posibilidades, de las multitudes, como bellamente la han descrito Poe y Baudelaire.

La mujer tiene a partir de ahora nuevos horizontes. El salir a la calle le permite empezar a darse cuenta que en esa cadena de significantes que allí se ofrecen, ella no parece estar presente, ni con su pensamientos, ni con su cuerpo, ni con su palabra, que ella no ha dicho nada para su construcción, que hay ausencia de ella. Se le ofrece la alternativa de plegarse a lo que encuentra construido a partir del deseo y la palabra del hombre, y entrar a competir con él, o de empezar a nombrar a partir de sí misma, de la recuperación de su memoria, de su cuerpo, de las trazas que han quedado inscritas en él, de darle un sentido a lo que de alguna manera, sabe ha ocurrido desde el origen. Y su andar en este siglo se mueve en una dirección y otra, ganando cada vez más la segunda alternativa. Sólo desde ella misma puede nombrar y ofrecer, transgredir y acoger, desde ella misma puede fundar, modelar de otra manera la ciudad, formular de otra manera la ley.

Ahora, la modernidad con su racionalidad, la ha requerido y le ha permitido acceder al saber del amo.  Su cuerpo ha dejado de ser maldito para ser higiénico, sus transformaciones corporales han podido entenderse a partir de funciones biológicas. Los tiempos han cambiado y la ciencia como nuevo amo del mundo ha ofrecido otra posibilidad. De un lado, ha requerido que todos, hombres y mujeres, se vinculen a su loca carrera de conquista del mundo, a la producción incontrolada que requiere el capital, y de otro, ha encontrado la posibilidad de contener lo que pueda desprenderse de su cuerpo, de un lado puede controlar la procreación, y posibilitar el salir al afuera, protegidas, con cierta seguridad sobre ellas mismas. De otro, el amo se las ha arreglado, y con la complicidad de la ciencia que ha liberado el cuerpo femenino del misterio y lo ha reducido a funciones biológicas, ha permitido que mediante las nuevas tecnologías, se resalten sus cualidades plásticas en espacios específicos para ser admiradas, para ser vistas sin ser tocadas, para ser poseídas imaginariamente, impidiendo que el caos se desate. Las posibilidades por ejemplo, de la gráfica, de la televisión, de la informática, nos permiten participar de un espacio virtual a nuestras anchas, sin temer que se construyan territorios o cruces de territorios con amos reales, concretos, matéricos.

Pero la salida de la mujer a la calle no podía quedarse solamente en la vinculación a una racionalidad establecida, las fisuras también estaban allí, y ella ha empezado a recuperar su memoria, su palabra, a darle a su historia un sentido, así como ya lo había hecho Sherezada, cuando en tiempos remotos, narraba al rey durante mil y una noches cuentos de diversa índole que le revelaban su propio goce, recuperando de esta manera su posibilidad de decir, y de salvar su vida. Ahora ellas se preguntaban ¿qué pasó cuando mataron al padre? ¿por qué no habían respondido?. Las mujeres se dieron cuenta que se habían liberado de aquel que las poseía sin compasión, sin consultar su deseo, que no habían dicho nada y que a consecuencia de ese asesinato, cometido al parecer por sus hermanos, debieron ser recluidas. La ciudad se construyó presa de esa ley de prohibición. El cuerpo encarcelado, el cuerpo cerrado por cinturones de castidad, el cuerpo dibujando espacios del adentro, regocijado en la posibilidad cómplice de sufrir la condena por el asesinato, filtrándose en expresiones inentendibles, por no poder expresarse en toda su potencialidad, llegando en ocasiones hasta ser quemado en las hogueras. ¿Acaso fueron ellas cómplices de ese primer asesinato? ¿acaso querían liberarse de ese monstruo?  pero pasó que fueron recluídas. La maldición era doble, ellas eran el objeto de deseo del gran padre y por ellas, sus hermanos lo mataron. Era una expiación que deberían cumplir ¿hasta dónde llegaba su culpa? ¿hasta dónde ella inducía al pecado? El castigo había sido largo, acaso aún continúa, aunque han salvado muchos obstáculos, no han recordado plenamente su propia experiencia, no han construido aún un claro espacio para su palabra, y pasivamente siguen los mandatos instituidos.

Las mujeres han iniciado su ingreso en el espacio de lo público pero aún no se han ajustado a él, y él a ellas. Sus saberes del silencio, del no decir, del descifrar en detalle las imágenes de morada y su posibilidades como moradoras apenas empieza a surgir a través de la construcción de sus memorias, de nuevos decires que las conforman. Tienen una manera de reconocer la luz y la oscuridad, de mover sus cuerpos, de establecer mundos y de hacer la tierra; en ellas la cercanía parece ser permanente compañía y lo distante requiere redefinirse hasta hacerlo cercano. El hombre como amo que las recluye no les interesa más, pues en esa mirada denota su impotencia, su imposiblidad de verlas más allá de su papel como morada y de dejar que ellas moren en él, reconozcan claramente su cuerpo, su saber, y se nieguen a ser meros representantes del Otro.

La casa al abrirse expulsa a la mujer al afuera, pero también a muchas de las actividades que allí se realizaban con el cuerpo. Allí se sucedían el nacimiento, la crianza y la muerte. Allí se festejaban los ritos iniciáticos como el de la pubertad, y el matrimonio. En la actualidad, el nacimiento sucede en el hospital, la crianza, se da en los jardines y en las escuelas desde una muy temprana edad, la muerte tiene la ceremonia fúnebre en las casas de velación, las ceremonias iniciáticas se realizan en los clubes y salones sociales, la comida tiene un sin número de lugares alternos por fuera de la casa. La casa se queda, casi que unicamente, como lugar de reposo o sitio de la intimidad que emana del propio cuerpo, de la sexualidad. Pero la casa abierta también invita al hombre a entrar, así como el espacio de afuera empieza a ser compartido por ambos, el espacio de adentro también se vive de diferente manera, los discursos se transforman, y ambos pueden quedar sometidos al amo más fuerte que demanda su presencia, o sometidos a encontrar un nuevo orden que contenga la posibilidad de cada uno como morada y como moradores. No sólo la mujer debe recomponer su cuerpo y su visión de los otros, sinó que el hombre debe también hacer lo propio. En ese reconocimiento y construcción, una nueva trama de ciudad debe denotarse, con espacios para el deseo y el goce, sin implicar la reclusión de uno de los participantes en un espacio cerrado y la exclusión de uno de los participantes del espacio de lo íntimo. La ciudad deberá posibilitar espacios para la dicha y el dolor.

La ciudad yace allí enfrente, con las puertas de sus casas abiertas, algo está pasando, una nueva forma de vida ha empezado a surgir.


[i]  Sigmund Freud,  Totem y Tabú, Editorial Biblioteca Nueva, Madrid, 1968, 511-600.
[ii]
  Jacques Lacan.  El Reverso del Psicoanálisis,  Ediciones Paidós, Buenos Aires, 1992.
[iii]
  Platón.  La República o de la Justicia, Aguilar, Madrid, 653-844.
[iv]
Platón.  El Banquete o del Amor.  Aguilar.  Madrid,  1969   Pg.  583-590.

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