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El término metrópoli, que hoy muchos aplican a cualquier
gran ciudad, tiene varias acepciones acuñadas que obligan a hablar
en direcciones precisas, tanto si nos atenemos al sentido que tiene la
palabra para los arquitectos y urbanistas, como al que tiene para los
historiadores, sociólogos y cientistas sociales. Los escenarios metropolitanos y sus periferias La palabra metrópoli es sinónima de los procesos históricos de la Revolución Industrial y sus consecuencias, en tanto que sintetiza sus escenarios protagonices más visibles. Los escenarios metropolitanos de mayor interés fueron las grandes ciudades hegemónicas europeas y norteamericanas desarrolladas con la industrialización, desde la segunda mitad del siglo XVIII hasta comienzos del siglo XX. Ellas fueron los hervideros donde tomó cuerpo el consumismo generado por el capital industrial y comercial, así como también fueron los lugares donde se desarrollaron algunos de los más fuertes cambios en la percepción del hombre occidental y sus concepciones de la vida.En la abigarrada complejidad de esos procesos de industrialización y cambio de perspectiva ante la vida, destaca a la vista en una mirada inicial la importancia de la máquina de vapor, del vapor como fuente de energía y de los espacios que se transformaron o los que se crearon para dar cabida a las nuevas máquinas. Al mismo ritmo y progresión de cambio del paisaje, cambiaron los tiempos y los modos de percepción de los espacios y cotidianidad. La aparición de las fábricas trajo consigo la transformación del paisaje urbano, no sólo por presencia de los inmensos galpones y espacios de producción, sino por la nueva división del trabajo, la puesta en escena de los productos fabriles y las nuevas dinámicas sociales y económicas impuestas por su circulación. Los citadinos de las grandes urbes europeas y norteamericanas comenzaron a comportarse de modo diferente y en aceleración progresiva, dando paso dentro de sí mismos a los habitantes metropolitanos. Iban ya a ritmos maquinales cada vez más intensos, al paso de los productos industriales que rápidamente cambiaban la vida y la cotidianidad de millones de personas, muchas en las ciudades y muchas en los campos que surtían a las urbes de insumos y de alimentos. La transformación del paisaje urbano también exigió la del paisaje rural, acomodándolo a explotaciones industriales equivalentes a las citadinas. El campo vio reacomodar su población sobre la geografía y cambiar las costumbres, al vaivén de las gigantescas migraciones a las ciudades de campesinos sin trabajo y desposeídos. También al ritmo de las minas en vías de industrialización, a cuyos pies se erigían las fundiciones que cubrían las campiñas con altos hornos. Algunas casas campesinas cedieron su modesta preeminencia al ladrillo de las siderúrgicas, el aire puro al gris del humo y el verdor al hollín de las chimeneas. Los campos de entonces vieron surgir enclaves de explotación industrial y extraños contingentes de población que los surtían de mano de obra. La necesidad de colocación de los insumos en las fábricas citadinas y de los productos en el mercado, trajo consigo casi inmediatas mejoras en los transportes y la comunicación. Se intensificó el transporte fluvial, que permitió el traslado de mayores volúmenes de insumos y mercancías con menores daños y pérdidas; se mejoraron las carreteras, en su mayoría más parecidas a trochas, facilitando el desplazamiento de viajeros en general, comerciantes y población flotante; y finalmente apareció el ferrocarril, que contribuyó junto con la fotografía al radical cambio de percepción. Al respecto, el tratadista español Juan Antonio Ramírez comenta:
Las sensaciones del ferrocarril confirmaron las formulaciones de la perspectiva, la importancia del punto de vista y la influencia de la velocidad de desplazamiento en el desarrollo de una lectura rápida. La velocidad y 1a estabilidad del movimiento del tren impusieron una nueva relación tiempo-percepción,
Antes de cumplir un siglo de existencia, el ferrocarril cubrió decenas de miles de kilómetros de territorio europeo, americano y asiático. Al poco tiempo, suspendidas sobre postes y frecuentemente en paralelo a los rieles, las líneas telegráficas también unieron a las metrópolis entre sí y con sus periferias. La llegada de la industrialización y las nuevas concepciones económicas de la práctica fabril y comercial, traían consigo la aceleración de los ritmos cotidianos de vida. Las actividades afectadas por esas nuevas velocidades acentuaban, como nunca antes, las necesidades cíclicas diarias de trabajar, producir, vender, adquirir y tener para progresar, en un círculo vital de supervivencia para la mayoría, de suficiencia para otros y de riqueza y poder para la minoría. Radical e importante en lo vital fue el cambio en la práctica diaria del concepto de vida centrado en el ser por la vida centrada en el tener. En las concepciones de vida fruto del trabajo diario se fue acentuando la importancia de la técnica y en la determinación de la circunstancia de vida se acentuó el dominio de la tecnología. Toda esta serie de transformaciones vitales, tanto en el orden de lo conceptual como en lo materia práctico, fueron definiendo las formas e imágenes de los escenarios metropolitanos y sus círculos de influencia. Durante el transcurso del siglo XIX, las explotaciones rurales y las fabricas urbanas surtieron a las ciudades con aparentemente nuevos materíales, muchos de ellos redescubiertos o reconceptualizados en sus aplicaciones, como el hierro, el acero y el vidrio, y otros verdaderamente novedosos como el hormigón armado. A mediados del siglo se consagró en el Crystal Palace la arquitectura del hierro y del cristal, iniciada décadas antes; el molino de hierro fundido se popularizó en las cocinas; luego, la máquina de coser y la aguja metálica invadieron los costureros; en los escritorios de las oficinas se hicieron mas frecuentes las máquinas de escribir y en los almacenes repicaban frenéticas las campanas de las registradoras. Como si fuera poco, entre finales del siglo pasado y comienzos del XX, nuevamente se incrementaron los ritmos de vida con la aparición de los motores de combustión interna, la invención de la gasolina y la aparición del automóvil. Con ellos, la transformación de los conceptos y espacios fabriles con las cadenas de montaje, el desarrollo de la petroquímica, la paulatina invasión de la vida por los derivados del petróleo, los productos de caucho, la aparición de la baquelita y luego otros sintéticos. El crecimiento de la ciudad industrial decimonónica, foco de
la actividad regional y a veces nacional, propició un desarrollo
dispar al interior de las grandes urbes. El énfasis puesto en
el progreso material, el privilegio del haber y el tener sobre el ser
y estar, cobraron su precio acentuando las diferencias sociales y materiales
entre los sectores de las ciudades. La metrópoli tomó un
aspecto como si estuviera constituida por dendritas cuyas ramificaciones
se extendían desde los lugares de extracción de insumos
a los centros de producción y a los de comercialización.
Con alternancia de zonas de vivienda y focos de vida suburbana se iban
esfumando hacia la periferia. De pronto, estas ciudades de crecimiento
dendrítico estuvieron compuestas por suburbios de viviendas,
zonas de comercio, centros de actividad política, zonas industriales,
parques y áreas verdes, barrios bajos y lo que hoy llamamos
zonas deprimidas. Todo unido, relacionado y a la vez separado, sectorizado
dinámicamente, por las vías de circulación y consumo
de productos y población, con frecuencia asimiladas a las vías
de transporte. en la metrópoli, aunque las modalidades variaban,
igual se comerciaba con los objetos y la mano de obra, mientras el
burgués se desplazaba de su cómoda residencia hasta el
despacho en la fábrica o el comercio, el empleado a la oficina,
el dependiente al almacén, el despachador a la estación,
el proletario de su barrio a la fábrica u otro sitio de trabajo
y el mendigo a ninguna en su continuo deambular. Otra imagen de la metrópoli es la que comúnmente asociamos, a través de una mirada un poco romántica, con grandes obras de ingeniería y arquitectura fruto del espíritu industrial decimonónico. La faz de las ciudades y de los campos fue cambiando en la medida que se erigieron grandes puentes, como el del transbordador sobre la entrada del Vieux Port de Marsella (de ingeniero Arnodin) con sus 54 metros de altura y 240 de largo. O el Viaducto del Garabit (de Gustave Eiffel) con sus 65 metros de longitud y 122 altura, por el que circula aún el ferrocarril entre las localidades de St. Flour y Merjevols, ahorrando tiempo y molestias de viaje, cambiando la milenaria concepción técnica y material del puente predominante desde época de los romanos. La actividad edilicia y la apariencia urbana se vieron transformadas
por las estructuras metálicas, que se habían hecho más
frecuentes desde el decenio de 1830, tendiendo cada vez más
a propiciar la construcción de grandes espacios cubiertos, pero
llenos de luz y aire, fruto de la amplitud y desahogo burgués,
como los entonces nuevos invernaderos del Jardín des Plantes
de París (por Arnodin, 1833). Con esta clase de edificaciones,
así como con las fábricas, galpones y estaciones, que
alternaban con los volúmenes, espacios y estilos del pasado,
las metrópolis se fueron transformando. Pero también
por el impacto psicológico y comportamental que introdujeron
inmensas construcciones de carácter transitorio como las Galerías
de Máquinas de las exposiciones universales (término
muy diciente del sentido posesivo y expansivo de las metrópolis).
La de 1867 en el Champ de Mars parisino, obra de Krantz y Eiffel; o
la de 1889, del arquitecto Dutert y el ingeniero Contamin, son quizás
los ejemplos más sobresalientes al lado del Ciystal Palace (Londres,
1851) de Joseph Paxton. La comunicación gráfica en la metrópoli Los procesos de desarrollo de la comunicación gráfica, sin duda alguna, contribuyeron al carácter y a la imagen de las ciudades metropolitanas, pues al fin y al cabo estaban inmersos dentro de la misma dinámica jalonada por la industrialización en el marco la modernidad. Aún más, el hombre moderno que se venia cuajando desde hacia unos siglos y que se definió contundentemente entre fines del XVIII y transcurso del XIX, expresó buena parte de sus propios procesos a través de los medios gráficos que se convirtieron no sólo en sus vehículos de lenguaje sino en el espejo de su alma, reflejando las formas predilectas de su consciente y su inconsciente. La comunicación gráfica en y desde las metrópolis
europeas estuvo impulsada por decisivos adelantos técnicos introducidos
a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. A la postre, las técnicas
contribuyeron a definir el nuevo carácter de las comunicaciones
gráficas dado el progresivo incremento en el incremento de imágenes
y mensajes escritos, es decir, mediante la consecuente popularización
de los mismos. El triunfo liberal de 1830 gozo de inmejorables adelantos
técnicos cuyos frutos se dispusieron como instrumentos de penetración
ideológica: la democratización iconográfica con
gran ventaja y con menor intensidad la literaria, dado el analfabetismo
aun predominante, contribuyeron a perfilar las relaciones tecnológicas
que en el fondo asociaron los mensajes visuales de todo tipo y extensión,
a los intereses y contraintereses de la sociedad industrial y comercial
occidental.
La respuesta de las casas fundidoras de tipos metálicos
no tardó y surtieron a sus impresores con fuentes de grandes
dimensiones adecuadas para mantenerse en el mercado. En buena parte, ésta
fue la disputa sostenida hasta 1850, sin olvidar que simultánea
y muy rápidamente se había venido imponiendo la imagen
litográfica, que introdujo variantes radicales en la imagen
en las calles y espacios públicos, pero también en las
oficinas y progresivamente en los hogares.
Los procesos tecnológicos de impresión, con desarrollos sucesivos muy impactantes desde 1814, trajeron cambios conceptuales verdaderamente notables. La sustitución de las arcaicas prensas por nuevos ingenios mecánicos (por ejemplo, la máquina plano - cilindrica de Friedrich Köenig y tantas más que la sucedieron) permitieron un brutal incremento de los tirajes de impresión y la ampliación de los formatos de papel a imprimir, hasta llegar al cartel y mayores a mediados de siglo. Pero no se trató solamente de empapelar los muros y las culatas de los edificios, también hubo soluciones como la columna giratoria de anuncios, de Samuel Harris, en 1824, emplazada sobre un carro e iluminada por la noche. Pasando 1850, la imagen de la ciudad, al menos en las partes comerciales, comenzó a derivar de un nuevo orden que resaltó el sentido de la competencia, resultando insuficiente el recurso indicativo del tipo de comercio.
La otra vertiente interesante de la imagen metropolitana es la que ella quiere proyectar de sí misma, es decir, la que los gobernantes, políticos, altos burgueses, impresores y ciudadanos de bien quieren dar de su ciudad. Entonces, por ejemplo, tenemos las bellas vistas de las avenidas y monumentos de París y de Londres, a fines del siglo pasado y comienzos del XX, en postales y en pequeños álbumes para los viajeros. Estas fotografías, retocadas a color o impresas en policromía, mostraban bulevares despejados y anchos, con unos pocos pacíficos caminantes, algunos coches tirados por finísimos troncos de caballos y los primeros automóviles, indiscutidos signos de progreso. Los amplios trazados urbanos que muestran las nuevas ciudades respondían a la solución de pasados problemas de agitación social y política, pero también a las exigencias de las actuales ciudades. Las calles modificaron profundamente su antigua perspectiva y la señalización comercial contribuyó a la transformación de planteamientos urbanos. No hay duda que procuraban dar la imagen ideal y segura de la civilización.
Bibliografía selecta
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