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La metrópoli y la comunicación gráfica
Carlos Arturo Aconta De Greiff *

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VV.AA. Compiladora:
Beatriz García Moreno
Universidad Nacional
De Colombia.
Bogotá, Colombia. 2000

El término metrópoli, que hoy muchos aplican a cualquier gran ciudad, tiene varias acepciones acuñadas que obligan a hablar en direcciones precisas, tanto si nos atenemos al sentido que tiene la palabra para los arquitectos y urbanistas, como al que tiene para los historiadores, sociólogos y cientistas sociales.
Los arquitectos y urbanistas entienden por metrópoli especialmente la ciudad industrial que se desarrolló vertiginosamente durante el siglo XIX y que penetra los inicios del XX, transformándose en otro tipo de ciudad a la' que aún no han dado nombre definitivo. Transformación que comenzó a operarse por la misma época en que el progreso, la idea o ilusión de progreso, estalló y Occidente debió buscar una nueva deidad que adorar, un faro que indicara con nuevos valores el camino.
Los historiadores y otros cientistas sociales entienden por metrópolis los centros hegemónicos, las sedes del poder, los centros de las aspiraciones coloniales, que variaron y se transformaron desde el momento de la expansión europea, a partir de los siglos XV y XVI, y luego entronizaron el dominio de Accidente industrializado sobre buena parte del mundo, especialmente desde la Primera mitad del siglo XIX.
Puesto así el problema, hablaremos de metrópoli en los dos sentidos socíales, asociándola a una de sus manifestaciones históricas propias y características: la comunicación gráfica. Así mismo, haremos un tránsito histórico somero por las más conocidas metrópolis hasta principios del SXX, cuando comienzan lentamente a transformarse en otra clase de ciudad, aún hoy difícilmente definible. Para agilizar el asunto, abusaremos un poco de los saltos en el tiempo y las comparaciones radicales, hoy permitidas historia aunque no siempre toleradas. Y para comenzar, sólo falta aclarar el punto de vista desde el que abordaremos la cuestión: la perspectiva del historiador actual que pretende una mirada al contexto urbano que es centro generador de la comunicación gráfica. Hablaremos, pues, de la comunicación gráfica en la ciudad y de ésta en aquélla y de algunos aspectos históricos que diferenciaron a las metrópolis europeas.

Los escenarios metropolitanos y sus periferias

La palabra metrópoli es sinónima de los procesos históricos de la Revolución Industrial y sus consecuencias, en tanto que sintetiza sus escenarios protagonices más visibles. Los escenarios metropolitanos de mayor interés fueron las grandes ciudades hegemónicas europeas y norteamericanas desarrolladas con la industrialización, desde la segunda mitad del siglo XVIII hasta comienzos del siglo XX. Ellas fueron los hervideros donde tomó cuerpo el consumismo generado por el capital industrial y comercial, así como también fueron los lugares donde se desarrollaron algunos de los más fuertes cambios en la percepción del hombre occidental y sus concepciones de la vida.
En la abigarrada complejidad de esos procesos de industrialización y cambio de perspectiva ante la vida, destaca a la vista en una mirada inicial la importancia de la máquina de vapor, del vapor como fuente de energía y de los espacios que se transformaron o los que se crearon para dar cabida a las nuevas máquinas. Al mismo ritmo y progresión de cambio del paisaje, cambiaron los tiempos y los modos de percepción de los espacios y cotidianidad.
La aparición de las fábricas trajo consigo la transformación del paisaje urbano, no sólo por presencia de los inmensos galpones y espacios de producción, sino por la nueva división del trabajo, la puesta en escena de los productos fabriles y las nuevas dinámicas sociales y económicas impuestas por su circulación. Los citadinos de las grandes urbes europeas y norteamericanas comenzaron a comportarse de modo diferente y en aceleración progresiva, dando paso dentro de sí mismos a los habitantes metropolitanos. Iban ya a ritmos maquinales cada vez más intensos, al paso de los productos industriales que rápidamente cambiaban la vida y la cotidianidad de millones de personas, muchas en las ciudades y muchas en los campos que surtían a las urbes de insumos y de alimentos.


La transformación del paisaje urbano también exigió la del paisaje rural, acomodándolo a explotaciones industriales equivalentes a las citadinas. El campo vio reacomodar su población sobre la geografía y cambiar las costumbres, al vaivén de las gigantescas migraciones a las ciudades de campesinos sin trabajo y desposeídos. También al ritmo de las minas en vías de industrialización, a cuyos pies se erigían las fundiciones que cubrían las campiñas con altos hornos. Algunas casas campesinas cedieron su modesta preeminencia al ladrillo de las siderúrgicas, el aire puro al gris del humo y el verdor al hollín de las chimeneas. Los campos de entonces vieron surgir enclaves de explotación industrial y extraños contingentes de población que los surtían de mano de obra.
La necesidad de colocación de los insumos en las fábricas citadinas y de los productos en el mercado, trajo consigo casi inmediatas mejoras en los transportes y la comunicación. Se intensificó el transporte fluvial, que permitió el traslado de mayores volúmenes de insumos y mercancías con menores daños y pérdidas; se mejoraron las carreteras, en su mayoría más parecidas a trochas, facilitando el desplazamiento de viajeros en general, comerciantes y población flotante; y finalmente apareció el ferrocarril, que contribuyó junto con la fotografía al radical cambio de percepción. Al respecto, el tratadista español Juan Antonio Ramírez comenta:


Su impacto sobre la vida económica no fue menor que el ejercido en las conciencias y en los hábitos de percepción visual. En nuestros días no suele señalarse la influencia de la velocidad en la génesis del arte contemporáneo y de la cultura de masas, pero las primeras personas que viajaron en ferrocarril nos ofrecen testimonios que demuestran cómo los problemas perceptivos eran los que más les habían impresionado 1.

Las sensaciones del ferrocarril confirmaron las formulaciones de la perspectiva, la importancia del punto de vista y la influencia de la velocidad de desplazamiento en el desarrollo de una lectura rápida. La velocidad y 1a estabilidad del movimiento del tren impusieron una nueva relación tiempo-percepción,

...la distancia focal debía moverse ahora al mismo ritmo que la máquina y la contemplación de los objetos vistos desde la ventanilla debía ser instantánea Ya no era posible ni deseable "leer" los cuadros y dibujos con la delectación y minuciosidad con que se hacia en el pasado: la multiplicación iconográfica, hasta el momento presente, irá acompañada por una disminución paulatina del tiempo perceptivo que cada espectador tipo necesita en su contemplación 2.

Antes de cumplir un siglo de existencia, el ferrocarril cubrió decenas de miles de kilómetros de territorio europeo, americano y asiático. Al poco tiempo, suspendidas sobre postes y frecuentemente en paralelo a los rieles, las líneas telegráficas también unieron a las metrópolis entre sí y con sus periferias.

La llegada de la industrialización y las nuevas concepciones económicas de la práctica fabril y comercial, traían consigo la aceleración de los ritmos cotidianos de vida. Las actividades afectadas por esas nuevas velocidades acentuaban, como nunca antes, las necesidades cíclicas diarias de trabajar, producir, vender, adquirir y tener para progresar, en un círculo vital de supervivencia para la mayoría, de suficiencia para otros y de riqueza y poder para la minoría. Radical e importante en lo vital fue el cambio en la práctica diaria del concepto de vida centrado en el ser por la vida centrada en el tener. En las concepciones de vida fruto del trabajo diario se fue acentuando la importancia de la técnica y en la determinación de la circunstancia de vida se acentuó el dominio de la tecnología. Toda esta serie de transformaciones vitales, tanto en el orden de lo conceptual como en lo materia práctico, fueron definiendo las formas e imágenes de los escenarios metropolitanos y sus círculos de influencia.

Durante el transcurso del siglo XIX, las explotaciones rurales y las fabricas urbanas surtieron a las ciudades con aparentemente nuevos materíales, muchos de ellos redescubiertos o reconceptualizados en sus aplicaciones, como el hierro, el acero y el vidrio, y otros verdaderamente novedosos como el hormigón armado. A mediados del siglo se consagró en el Crystal Palace la arquitectura del hierro y del cristal, iniciada décadas antes; el molino de hierro fundido se popularizó en las cocinas; luego, la máquina de coser y la aguja metálica invadieron los costureros; en los escritorios de las oficinas se hicieron mas frecuentes las máquinas de escribir y en los almacenes repicaban frenéticas las campanas de las registradoras. Como si fuera poco, entre finales del siglo pasado y comienzos del XX, nuevamente se incrementaron los ritmos de vida con la aparición de los motores de combustión interna, la invención de la gasolina y la aparición del automóvil. Con ellos, la transformación de los conceptos y espacios fabriles con las cadenas de montaje, el desarrollo de la petroquímica, la paulatina invasión de la vida por los derivados del petróleo, los productos de caucho, la aparición de la baquelita y luego otros sintéticos.

El crecimiento de la ciudad industrial decimonónica, foco de la actividad regional y a veces nacional, propició un desarrollo dispar al interior de las grandes urbes. El énfasis puesto en el progreso material, el privilegio del haber y el tener sobre el ser y estar, cobraron su precio acentuando las diferencias sociales y materiales entre los sectores de las ciudades. La metrópoli tomó un aspecto como si estuviera constituida por dendritas cuyas ramificaciones se extendían desde los lugares de extracción de insumos a los centros de producción y a los de comercialización. Con alternancia de zonas de vivienda y focos de vida suburbana se iban esfumando hacia la periferia. De pronto, estas ciudades de crecimiento dendrítico estuvieron compuestas por suburbios de viviendas, zonas de comercio, centros de actividad política, zonas industriales, parques y áreas verdes, barrios bajos y lo que hoy llamamos zonas deprimidas. Todo unido, relacionado y a la vez separado, sectorizado dinámicamente, por las vías de circulación y consumo de productos y población, con frecuencia asimiladas a las vías de transporte. en la metrópoli, aunque las modalidades variaban, igual se comerciaba con los objetos y la mano de obra, mientras el burgués se desplazaba de su cómoda residencia hasta el despacho en la fábrica o el comercio, el empleado a la oficina, el dependiente al almacén, el despachador a la estación, el proletario de su barrio a la fábrica u otro sitio de trabajo y el mendigo a ninguna en su continuo deambular.

La ciudad había ido cambiando acentuadamente, como percibimos en las imágenes literarias de quienes vivieron los cambios, por ejemplo, Charles Dickens en sus novelas Historia de dos ciudades (Tale of two cities) y más interesante para nosotros, Tiempos difíciles (Hard times), en la cual describe los fuertes cambios propiciados por la industrialización y las dificultades sociales por ella ocasionadas, a la vez que cuestiona los nuevos valores valores y la ética que se estaban imponiendo. Entre nosotros se desconocen las ilustraciones de las primeras ediciones de época, pero sí sabemos que alrededor de los complejos industriales se fueron asentando los obreros, forzando el desarrollo de conjuntos de vivienda especialmente construidos para ellos, aunque algunos en principio no tuvieron otra intención que la de ser solución temporal. Muchas de esas viviendas se volvieron permanentes con el paso de los años. Al amparo del utilitarismo aparecieron los slums o barrios obreros, como los de Londres y Nueva York; esta, con sus apretadas railroad houses hacia 1850 y sus dumbbell houses hacia 1880. La presión sobre el valor del terreno, determinada por el juego entre la rentabilidad y la avaricia de un lado, y del otro la necesidad de trabajar para sobrevivir, llevaron a sacar el mayor provecho del suelo, prescindiendo de los patios y los espacios libres. La escasez de aire y luz dieron a estas partes de la metrópoli su característica monotonía de grises y cafés, calles sucias y vapores malolientes. Los barrios alrededor de las fábricas fueron los equivalentes citadinos de los llamados company towns, o pueblos de las compañías establecidos en los lugares de extracción de las materias primas, especialmente las minas y los bosques.

Otra imagen de la metrópoli es la que comúnmente asociamos, a través de una mirada un poco romántica, con grandes obras de ingeniería y arquitectura fruto del espíritu industrial decimonónico. La faz de las ciudades y de los campos fue cambiando en la medida que se erigieron grandes puentes, como el del transbordador sobre la entrada del Vieux Port de Marsella (de ingeniero Arnodin) con sus 54 metros de altura y 240 de largo. O el Viaducto del Garabit (de Gustave Eiffel) con sus 65 metros de longitud y 122 altura, por el que circula aún el ferrocarril entre las localidades de St. Flour y Merjevols, ahorrando tiempo y molestias de viaje, cambiando la milenaria concepción técnica y material del puente predominante desde época de los romanos.

La actividad edilicia y la apariencia urbana se vieron transformadas por las estructuras metálicas, que se habían hecho más frecuentes desde el decenio de 1830, tendiendo cada vez más a propiciar la construcción de grandes espacios cubiertos, pero llenos de luz y aire, fruto de la amplitud y desahogo burgués, como los entonces nuevos invernaderos del Jardín des Plantes de París (por Arnodin, 1833). Con esta clase de edificaciones, así como con las fábricas, galpones y estaciones, que alternaban con los volúmenes, espacios y estilos del pasado, las metrópolis se fueron transformando. Pero también por el impacto psicológico y comportamental que introdujeron inmensas construcciones de carácter transitorio como las Galerías de Máquinas de las exposiciones universales (término muy diciente del sentido posesivo y expansivo de las metrópolis). La de 1867 en el Champ de Mars parisino, obra de Krantz y Eiffel; o la de 1889, del arquitecto Dutert y el ingeniero Contamin, son quizás los ejemplos más sobresalientes al lado del Ciystal Palace (Londres, 1851) de Joseph Paxton.
Entonces, ha de tenerse en cuenta que la metrópoli no fue solamente la apariencia externa de la ciudad y sus transformaciones. También y con ellas, fue el espíritu de progreso que tan hondamente afectaba al público en general y de cuyo seno brotaba el funcionalismo, nutrido por las discusiones éticas y estéticas nacidas en la crítica de los teóricos del momento al producto industrial y la urbe que lo generaba y acogía. En tal sentido, desde 1836 se alzó la voz del arquitecto Charles Cockerel al expresar que el efecto del trabajo mecánico, como reemplazo del trabajo de la mente y la mano, siempre será la degradación y ruina del arte. En aquel contexto crítico aparecieron también las voces de Augustus W. N. Pugin, Eugene - Emmanuel Viollet - le - Duc, John Ruskin, Richard Norman Shaw y William Morris, que transitaron generacionalmente desde el historicismo gótico, con su acentuado estructuralismo, hasta las propuestas formales y gremiales de Artes y Oficios, con sus profundas reservas sobre el beneficio social de la máquina y el trabajo fabril, cuya presencia terminaron por admitir como irreversible. Por aquellos años, la metrópoli también conjugaba el lenguaje de los racionalistas franceses que, siguiendo al arquitecto J.-N.-L. Durand, desembocaron por deducción científica en el funcionalismo y postularon que las formas deben ser consecuencia de una lógica construcción y no de la búsqueda de la belleza en sí.

En fin, todas esas ideas que contribuyeron al espíritu y la apariencia de la metrópoli, tomaron cuerpo a mediados del siglo pasado con la primera Exposición Universal celebrada en Londres en 1851, a partir de la cual se consolidó la tendencia de asociar las artes, las ciencias y la industria. Luego en el crepúsculo del siglo XX, esta tendencia llevó a la idea de la máquina como fuente de una belleza nueva, instituyendo para el mundo occidental de entonces una estética industrial.

La comunicación gráfica en la metrópoli

Los procesos de desarrollo de la comunicación gráfica, sin duda alguna, contribuyeron al carácter y a la imagen de las ciudades metropolitanas, pues al fin y al cabo estaban inmersos dentro de la misma dinámica jalonada por la industrialización en el marco la modernidad. Aún más, el hombre moderno que se venia cuajando desde hacia unos siglos y que se definió contundentemente entre fines del XVIII y transcurso del XIX, expresó buena parte de sus propios procesos a través de los medios gráficos que se convirtieron no sólo en sus vehículos de lenguaje sino en el espejo de su alma, reflejando las formas predilectas de su consciente y su inconsciente.

La comunicación gráfica en y desde las metrópolis europeas estuvo impulsada por decisivos adelantos técnicos introducidos a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. A la postre, las técnicas contribuyeron a definir el nuevo carácter de las comunicaciones gráficas dado el progresivo incremento en el incremento de imágenes y mensajes escritos, es decir, mediante la consecuente popularización de los mismos. El triunfo liberal de 1830 gozo de inmejorables adelantos técnicos cuyos frutos se dispusieron como instrumentos de penetración ideológica: la democratización iconográfica con gran ventaja y con menor intensidad la literaria, dado el analfabetismo aun predominante, contribuyeron a perfilar las relaciones tecnológicas que en el fondo asociaron los mensajes visuales de todo tipo y extensión, a los intereses y contraintereses de la sociedad industrial y comercial occidental.
Las flamantes capitales de aquel triunfo, metrópolis distinguidas de tiempo atrás por todo el mundo, desde la antigua Pekín a la naciente Washington, de las colonias indochinas a las nuevas repúblicas bolivarianas; fueron signadas por las pujantes burguesías de la época victoriana en Inglaterra, del régimen liberal moderado durante la monarquía de Luis Felipe de Orleans en Francia y, después de la Revolución de 1848, de la Segunda República Francesa y el Segundo Imperio con Napoleón III.
Las imágenes que dominaron las metrópolis de la primera mitad del siglo XIX, gozaron de las ventajas obtenidas por los procesos de desacralización de la imagen, fundamentalmente impulsados por la imagen impresa. Tales procesos se habían acentuado desde comienzos del siglo XVII con los primeros periódicos ilustrados, y se fortalecieron durante el XVIII a través de los recursos (pequeñas imágenes de múltiple y reiterada utilización) que introdujeron el factor redundante en el ámbito del consumidor privado de imágenes3 Las imágenes decimonónicas se hallaron cobijadas por los beneficios que se obtenían del uso reiterado de elementos icónicos mínimos y su consecuente desgaste informativo (una de sus principales razones de ser).

Se habían creado estereotipos de significación codificada que acostumbraban al publico a la lectura constante de un metalenguaje icónico, cuya utilización revelaba en todo aspecto el contexto metropolitano industrial, liberal y burgués. A través de las imágenes se impulsaba y dirigía la conciencia y las acciones de muchos ciudadanos. Las imágenes hablaban de los productos, los sucesos, las ideas, los ciudadanos mismos y, ellos mediante, la metrópoli.
Las imágenes de la metrópoli industrial variaron considerablemente durante el transcurso del siglo XIX, aún cuando estuvieron mayoritariamente signadas por una apariencia dirigida a las clases medias, asequible a las populares. En la primera mitad de la centuria, especialmente en Inglaterra, las imágenes revelaban toda suerte de productos y circunstancias metropolitanos, tanto lo proveniente de las colonias como lo elaborado en el país. Llamar la atención del ciudadano, potencial comprador, se había tornado en un hecho de vital importancia, especialmente después de las Guerras Napoleónicas. Ya desde 1770, aproximadamente, se había desatado una especie de batalla entre los impresores y sus clientes por captar el interés del público en las calles, en lo cual llevaban alguna ventaja los que imprimían con tipos de madera que permitían un cuerpo de letra (tamaño) mucho mayor, visible desde lejos. Enric Satué, historiador catalán del diseño gráfico, destaca que...

El gran descubrimiento del siglo XIX es, en efecto, la calle. En ella, la publicidad instala sus trincheras -cómodas y relucientes- en las fachadas de los comercios y lanza su infantería en forma de hombres sandwich enfundados en anuncios autoportantes, mientras el aire de la ciudad nueva inicia un lento proceso de polución visual con los anuncios murales que escalan impertinentemente las mayores y más estratégicas alturas 4.

La respuesta de las casas fundidoras de tipos metálicos no tardó y surtieron a sus impresores con fuentes de grandes dimensiones adecuadas para mantenerse en el mercado. En buena parte, ésta fue la disputa sostenida hasta 1850, sin olvidar que simultánea y muy rápidamente se había venido imponiendo la imagen litográfica, que introdujo variantes radicales en la imagen en las calles y espacios públicos, pero también en las oficinas y progresivamente en los hogares.
La litografía impuso el dominio de una imagen pictórica, cada vez más influida por una visión fotográfica. La cromolitografía (litografía en color) expandió ese dominio casi inconmensurablemente. La variedad infinita de imágenes y de estereotipos que creaban o que seguían los artistas, impresores y sus clientes, a la vez constituyen la riqueza y la dificultad de percibir la apariencia de la metrópoli decimonónica. Especialmente desde 1840, la variedad de la gráfica popular de aquella era victoriana nos llena de imágenes procedentes de Estados Unidos, Inglaterra y Francia, en primer término. Aparecieron las tarjetas postales, que bien pronto fueron coleccionables y traían las imágenes de la naturaleza (por ejemplo, pájaros del medio oeste estadounidense) o composiciones inventadas (vista de un jardín desde una baranda, con segmentos de arquitectura destacando decoraciones geométricas) que tenían un espacio reservado para imprimir tipográficamente los datos del comprador de la postal, para efectos empresariales o para fines personales. A la par de las tarjetas comerciales, personales y de felicitación, también se popularizaron anuncios de formato mayor, ya casi propio de cartel que se referían al teatro, la política, las carreras de caballos, la llegada del circo, los últimos libros a la venta en tal o cual librería, y así sucesivamente.
En tales términos, la imagen de la metrópoli es la de su agitación, sus actividades, su ritmo maquinal que ya no podía parar ni de día ni de noche. En apariencia, las imágenes más amables de ese frenesí propio de la ciudad industrial y burguesa, son los carteles que en la segunda mitad del siglo la inundaron de color. Los ejemplos clásicos son los de Jules Chèrét, Henri de Toulousse-Lautrec, Will Bradley, Aubrey Beardsley, Eugene Grasset y tantos más, que transitaron por las sendas del Art Nouveau, el Simbolismo y otras corrientes del modernismo finisecular. Simultáneas a estas elaboraciones, hoy consideradas más artísticas, encontramos otras también de inmenso valor que completan una parte sustancial de la imagen metropolitana al introducir la imagen de la mujer como sujeto de consumo; por ejemplo, los carteles anunciando zapatos para señoras y señoritas, fajas, enaguas, jabones, productos para el hogar, artículos para oficina y otras tantas cosas de la cotidianidad. La conciencia de toda la sociedad de entonces sobre la mujer como empleada y trabajadora, secretaria, operaria o simplemente ama de casa, con una capacidad de decisión de consumo y compra un poco mayor que antes, configuró algunas de las imágenes propias y características de las grandes urbes. Imágenes que abren un enorme campo de estudio tanto para los interesados en el imaginario colectivo como para los que prefieren la elaboración de la imagen artística y sus sucesivas reelaboraciones; en fin, todo lo que en nuestro siglo XX ha dado pie para hablar de un estilo y una época kitsch. Siguiendo nuevamente a Enric Satué,

Desde el siglo XVIII, el acto de la compra se ha ido extrapolando de sus más directas y perentorias obligaciones (la adquisición de primeras necesidades) y se ha convertido, al menos para las clases medias, en un ceremonioso rito social. La desocupada ocupación de "ir de tiendas" forma parte ya de las obligaciones sociales de la ascendente burguesía y, consecuentemente, la información comercial deja de ser estrictamente funcional para convertirse en decoración suntuaria, armónicamente integrada a la arquitectura de las fachadas 5.

Los procesos tecnológicos de impresión, con desarrollos sucesivos muy impactantes desde 1814, trajeron cambios conceptuales verdaderamente notables. La sustitución de las arcaicas prensas por nuevos ingenios mecánicos (por ejemplo, la máquina plano - cilindrica de Friedrich Köenig y tantas más que la sucedieron) permitieron un brutal incremento de los tirajes de impresión y la ampliación de los formatos de papel a imprimir, hasta llegar al cartel y mayores a mediados de siglo. Pero no se trató solamente de empapelar los muros y las culatas de los edificios, también hubo soluciones como la columna giratoria de anuncios, de Samuel Harris, en 1824, emplazada sobre un carro e iluminada por la noche. Pasando 1850, la imagen de la ciudad, al menos en las partes comerciales, comenzó a derivar de un nuevo orden que resaltó el sentido de la competencia, resultando insuficiente el recurso indicativo del tipo de comercio.

La nueva función del escaparate como verdadero punto de venta se enmarcó solemnemente, como si de un passepartout se tratara, con una fachada sobria y aislante (que usa, por cierto, los nuevos materiales: hierro, vidrio pintado, dorado o grabado, mosaico, estuco, etc.) 6.

La otra vertiente interesante de la imagen metropolitana es la que ella quiere proyectar de sí misma, es decir, la que los gobernantes, políticos, altos burgueses, impresores y ciudadanos de bien quieren dar de su ciudad. Entonces, por ejemplo, tenemos las bellas vistas de las avenidas y monumentos de París y de Londres, a fines del siglo pasado y comienzos del XX, en postales y en pequeños álbumes para los viajeros. Estas fotografías, retocadas a color o impresas en policromía, mostraban bulevares despejados y anchos, con unos pocos pacíficos caminantes, algunos coches tirados por finísimos troncos de caballos y los primeros automóviles, indiscutidos signos de progreso. Los amplios trazados urbanos que muestran las nuevas ciudades respondían a la solución de pasados problemas de agitación social y política, pero también a las exigencias de las actuales ciudades. Las calles modificaron profundamente su antigua perspectiva y la señalización comercial contribuyó a la transformación de planteamientos urbanos. No hay duda que procuraban dar la imagen ideal y segura de la civilización.

* profesor Instituto de Investigaciones Estéticas. Facultad de Artes Universidad Nacional de Colombia.
1 Juan Antonio Ramírez, Medios de masas e historia del larte, Madrid, Ediciones Cátedra, 1976, pág.53
2 Ibídem. pág. 54.
3 Ibídem. pág. 36.
4 Enric Satué, EL dueño gráfico: lude Loé orígcnu hasta nucótroé 3ta¿, Madrid, Alianza Editorial, pág. 81.
5 Enric Satué, op. cit., pág. 83. Sobre la presencia femenina, pág. 78 y ss.
6 Enric Satue, op. cit., pág. 83.


 

 

 

Bibliografía selecta
BARNICOAT, J., Los carteles: su historia y lenguaje, Barcelona, Editorial Gustavo Gilli, 1979.
GALLO, Max, The poster in history, New York, Times Mirror, 1975.
GUBERN, Román, La imagen y La cultura de masas, Barcelona, Editorial Bruguera, 1983.
MEGGS, Philip B., Historia del diseño gráfico, México, Editorial Trillas, 1991. (La primera edición en inglés es de Van Nostrand Reinhold, New York, 1983.)
RAMÍREZ, Juan Antonio, Medios de masas e historia del arte. Cuadernos Arte Cátedra, Madrid, Ediciones Cátedra, 1976.
SATUE, Enric, El diseño gráfico: desde los orígenes hasta nuestros días. Colección Alianza Forma, Madrid, Alianza Editorial, 1988.
SEMBACH, Klaus - Jürgen, Modernismo. S.C. : Benedikt Taschen, 1993.
SPARKE, Penny y otras. Diseño: historia en imágenes, Madrid, Hermann Blume, 1987.