Algunos interrogantes acerca de la intervención en logopedia
Irene Yúfera Gómez
logopeda

Voy a relatar la historia de José Ramón y Sara, dos niños para los que se solicitó ayuda logopédica. He escogido estas dos historias porque creo que nos van a permitir cuestionamos el modo en que la intervención logopédica suele abordar el síntoma, en este caso representado por las dificultades de lenguaje, es decir, como algo a eliminar cuanto antes sin necesidad de entenderlo ni de significarlo viéndolo con relación al sujeto que lo presenta.

De hecho, si desde el logopeda aparecen preguntas acerca del origen o de las causas del síntoma, generalmente éstas van dirigidas a obtener una información que ayude a adecuar la técnica que habrá de hacerlo desaparecer. Dicha técnica suele consistir en una serie de ejercicios repetitivos y mecánicos que en modo alguno recogen el malestar al que muchas veces apuntan las dificultades en el lenguaje. Con esta modalidad de intervención, los logopedas damos sentido a la relativa tranquilidad con que los padres acuden a nosotros frente al esfuerzo que les supone consultar con profesionales cuyas prácticas tienen que ver con lo psíquico. Con esta modalidad de intervención, los logopedas solucionamos muchas dificultades de lenguaje. Ahora bien, mi pregunta sería: ¿a qué precio?

A José Ramón, que acaba de cumplir cinco años, lo veo en la escuela. Sus padres habían solicitado la ayuda de un especialista en lenguaje. También la maestra dice que apenas se le entiende cuando habla. Al contactar con la familia para concertar una entrevista, la madre me dice que tiene mucho que contarme, pues José Ramón tiene una historia médica larga y complicada. Efectivamente, es tan larga y complicada que necesitamos más de un encuentro para recorrerla. En un principio, la madre dijo que el embarazo y el parto habían ido muy bien. El niño comía y dormía sin problemas. Se resfriaba a menudo, eso sí, con tos y vómitos, y a los diez meses estuvo ingresado por bronquitis, con máscara y suero, pues estaba deshidratado aunque no había tenido diarreas, recuerda ella reviviendo su sorpresa. Dos meses después se le cayó a la madre del cambiador, produciéndose una pequeña fractura en el cráneo. Permaneció 48 horas ingresado en observación y fue entonces cuando le detectaron una neumonía que los padres ni siquiera habían sospechado.

José Ramón empezó a parlotear y a arrastrarse de muy pequeño. Siempre res- piraba por la boca, de modo que babeaba, roncaba mucho y tosía a menudo. Empezó a ir a la guardería a los siete meses y nunca tuvo problemas, sin embargo, a los tres años le costó muchísimo adaptarse a la escuela, hasta el punto que dejó de hablar incluso en casa y pasó algunos meses comunicándose por signos. Entonces empezó un tratamiento con una psicóloga que lo atendía en un centro público una vez por semana. En dicho centro sólo atienden a chicos hasta los cuatro años, motivo por el cual se interrumpió el tratamiento, que duró algo más de un año. En esa época el chico volvió al hospital porque un día empezó a perder el equilibrio y caerse. Parece ser que se trató de una ataxia, pero los padres no tienen una idea clara acerca de ello. A raíz de este episodio y en relación a las dificultades motrices que tiene, José Ramón fue visitado por un neurólogo que no detectó ningún problema. También fue durante este primer curso en la escuela cuando empezó a aparecer sangre en las defecaciones, de modo que ha de volver a ingresar para que le realicen una rectoscopia por medio de la cual se le descubren multitud de fisuras anales, con gran sorpresa de los padres que nunca habían registrado ningún problema de estreñimiento. Al practicar la rectoscopia, el médico aprovechó para ensancharle el esfínter anal. El niño había empezado a caminar y a controlar esfinteres a los 14 meses, pero una de las primeras cosas que trabajaron con la psicóloga, me cuenta la madre, fue la posibilidad de quitarle el pañal por la noche. La enuresis nocturna volvió a aparecer poco antes del final del tratamiento.

A los cuatro años y medio, puesto que sigue con dificultades para respirar por la nariz, le quitan las vegetaciones. Permanece en el hospital solamente el día de la intervención, que es un día que coincide con una huelga de enfermeras, de modo que vuelve del quirófano sin limpiar, con la nariz y la boca llenas de sangre, lo cual causó a la madre una fortísima impresión.

Un último dato de la larga historia médica de José Ramón es que, al poco de conocerlo yo, empezará a dormir con unas botas y unos hierros para corregir la rotación interna de las rodillas que le hace caminar de ese modo torpe que una vez llevó a su tía a decirle a la madre que el chico parecía un paralítico cerebral. En esos días vuelve a orinarse en la cama.

Me cuentan esta historia sin que aparezca referencia alguna a las dificultades de lenguaje. Yo pienso que esta familia habría optado, de haber existido esa posibilidad, por resolver los problemas de habla del chico por medio de la cirugía o de algún tipo de prótesis. Imagino que esperan de mí un trabajo acorde con ello, parecido al de un médico, un mecánico o un protesista. Yo insisto en seguir hablando con ellos para saber cómo han vivido estas vicisitudes y qué es lo que más les preocupa del chico en el momento en que nos encontramos, qué tipo de ayuda creen que necesita.

Es entonces cuando me dicen que José Ramón presenció una caída del bisabuelo materno por las escaleras de su casa, accidente que le supuso a ese hombre de casi 90 años someterse a varias operaciones de cirugía plástica para que le arreglaran la mandíbula. A esa caída que ocurrió medio año antes de la entrada del niño en el colegio, le siguieron dos ingresos en el hospital de la bisabuela materna, el último tras una caída en la que se fracturó el fémur. Después de este ingreso ya no volvió a casa, murió en el hospital de un paro cardiaco. Esta muerte se produjo dos meses antes del mutismo de José Ramón. La bisabuela, que padecía demencia senil desde poco antes del nacimiento del chico, fue su primera compañera de juegos. La madre dice que eran iguales, como dos niños pequeños, pues la bisabuela también se orinaba encima y tenía que dormir con ella. Esta mujer, la madre de José Ramón, abandonada por sus padres en casa de sus abuelos siendo niña, recuerda el período en que se dieron todos estos acontecimientos como el peor momento de su vida.

Estuvo deprimida y a punto de hacer un disparate. Dice: "De hecho, todo empezó con el embarazo: la abuela estuvo ingresada por una infección de orina y empezó con la demencia senil". También me dice que a ella, lo que más le preocupa del chico es la cuestión de los pies, por la imagen que da.

Cuando conozco a José Ramón, me encuentro con un niño alto, de aspecto algo desaliñado y bastante torpe en el andar. No respira por la nariz y su boca tiene un tono muscular muy bajo y permanece generalmente entreabierta, mostrando una lengua que parece grande y pesada y dándole a la cara del chico una expresión de encantado a la que contribuyen las babas y los mocos. Su habla es caótica. Consigue articular todos los sonidos excepto la (r) múltiple que tampoco el padre produce correctamente, pero las sustituciones de un sonido por otro, así como las alteraciones y las omisiones de los sonidos se dan con mucha frecuencia en su habla y de un modo totalmente asistemático. Pero lo que más me llama la atención es que José Ramón empieza sus intervenciones en la conversación con un lenguaje bastante claro y conservado pero pronto y paulatinamente su producción se va desestructurando y oscureciendo, como si el chico se fatigara, o como si se fuera perdiendo el sentido del esfuerzo que supone expresarse de un modo que resulte inteligible para el interlocutor, es decir, como si José Ramón no tuviera confianza en la posibilidad de ser escuchado.

Pienso entonces en lo que ha tenido que vivir su cuerpo para que se atendiera a su sufrimiento: no bastaba con vómitos o diarreas, habla que llegar a la deshidratación; no bastaba con la neumonía, había que caerse del cambiador; no bastaba con el estreñimiento, había que llegar a sangrar.
Le ofrezco al niño la opción de jugar o dibujar pero lo que él hace es experimentar con el material: toca el pegamento, lo huele, lo lame, chupa los lápices de colores, agujerea los papeles, se lame la ropa. Creo que a esa boca tan cargada de historia no le ha llegado el momento de hacer ejercicios buco fonatorios. José Ramón me lo confirma con una historia que me cuenta en relación a unos gigantes de fiesta mayor que hay en el vestíbulo del colegio. Me dice: "Son dos. Uno tiene el cabello rubio y el otro negro. Son un gigante y una giganta. Tienen un hijo. No está porque el gigante y la giganta están dormidos y el hijo se ha perdido."

Sara tiene seis años. Sus padres llaman porque la maestra de la niña les ha sugerido que le busquen ayuda: Sara tiene serias dificultades en el aprendizaje de la lectoescritura. Además hay sonidos que no los dice bien, añaden los padres. Son ellos mismos los que me proponen que nos veamos primero sin la niña. Quieren contarme que Sara nació con una cardiopatía compleja. Al nacer, ya en la clínica, los médicos le dan tres meses de vida. La madre explica que la noche de su nacimiento Sara por poco se ahoga: tenía una descompensación de oxígeno que superó a los cuatro días. Entonces les dijeron que se la podían llevar a casa y empezó el calvario. Durante los tres primeros meses, madre y niña estuvieron muy alteradas. La pequeña no comía. Los padres pasaron los seis primeros meses de la vida de Sara sin dormir, pendientes de su respiración. El padre recuerda el miedo. Dice que a la niña siempre la han llevado "en palmitas, que ha estado muy consentida, pues ellos creían que iba a morir. Sin embargo, después de salir de la clínica a los cuatro días de vida, Sara sólo ha estado ingresada en dos ocasiones y simplemente en observación.

Nunca se ha vuelto a descompensar y ya hace tiempo que el equipo médico que se encarga del caso y la ve cada seis meses indicó que podía llevar una vida totalmente normal sin excesivos esfuerzos. Eso por el momento, pues los médicos también dijeron a los padres que el futuro de la chica dependía de la posibilidad de un trasplante simultáneo de corazón y pulmón al acercarse a la adolescencia. Al preguntar a los padres qué sabe Sara de su enfermedad, me dicen que muy poco porque es muy difícil explicárselo. Yo los vuelvo a citar para otro día. Me cuentan que hubo un embarazo tres años anterior al de la niña. La madre lo vivió con mucha ilusión. Ella, que es hija única, quería tener dos hijos Al mes y medio de embarazo, sufre un aborto y los médicos le dicen que tiene la matriz infantil y que no podrá tener hijos. Dejan de usar anticonceptivos y algo más de dos años después ella vuelve a quedar embarazada. Vive los nueve meses presa del miedo. No quiere ver a nadie. No deja de devolver. Me dice que ella sabía que no iba a poder parir. El parto es largo y costoso: a Sara la han de sacar con f6rceps y la madre lleva 60 puntos de sutura. Del embarazo recuerda también que ella quería un niño. Ahora no quiere más hijos. El padre tampoco, por los riesgos, pero dice que no han tomado ninguna medida drástica porque él cree que, si Sara muere, tal vez la madre necesite otro hijo. Ella niega con la cabeza y dice que tiene pánico y que se siente culpable. "Hice algo mal. Tenía muchos miedos. Soy muy miedosa."
En cuanto a esa vida supuestamente normal que lleva la niña, me dicen que Sara es muy mala comedora. Le cuesta sentarse a la mesa y no come sola, sino que la madre le da la comida persiguiéndola por toda la casa. Hasta los tres años no quería estar sola con el padre, pero ahora tiene muchas ganas de estar con él. Sara, que tiene miedo al agua, a ahogarse, no permite que nadie salvo el padre le lave el cabello y a veces sugiere que la madre se vaya a dormir a otra cama y que ella dormirá con papá. Tiene miedo a la oscuridad. Antes, se iba a dormir a su habitación con la luz encendida; ahora, cada vez más a menudo, duerme con los padres. El padre dice que él también tenía mucho miedo a dormir solo de niño. Ahora también tiene miedos: siempre ha de cerrar la puerta de casa por dentro con llave y con cadena, de día y de noche, y vive obsesionado por la posibilidad de que su hija se caiga por alguna ventana o balcón. Sara va contenta al colegio. No asiste a las clases de educación física ni participa en ninguna actividad extraescolar.

Decido ver a la niña. Llega con su abuela y su tía, que la lleva en brazos. Luego sabré que es normal que la madre, la abuela o la tía la lleven en brazos por la calle. Entra andando en el despacho. Es muy menuda y con aspecto de muñeca. Tiene los labios morados, así como las ojeras y las puntas de los dedos. Le pregunto si sabe por qué la han traído a verme y su respuesta es: "Porque me subo más arriba de la raya". Yo tardo un poco en comprender que se refiere a que al escribir no consigue que las letras descansen sobre la pauta del papel.

Su respuesta se me va cargando de sentidos: se sube más arriba de la raya, claro, pues va subida en brazos mucho más allá de lo necesario; se ha pasado de la raya incluso con su propia vida, pues ésta tenía marcado un límite de tres meses y ella ya tiene seis años. Habla muy flojito y como una niña más pequeña de lo que es. No articula correctamente la [r] ni la [s] ni algunos grupos consonán- ticos, usa estructuras de frase bastante simples y muchos diminutivos y denomina algunos objetos con nombres pertenecientes a un código exclusivamente familiar. En cuanto empieza a dibujar se hacen patentes sus dificultades. No sólo no se atreve a ocupar el papel, ni cómo coger un lápiz o cómo moverlo, sino que no es capaz de representar nada que tenga que ver con un cuerpo. El acceso al lenguaje y el aprendizaje del lenguaje escrito no son procesos aislados que se den independientemente del desarrollo global de un niño y pese a todo, Sara habla y utiliza el papel ya bastante mejor que los niños que van en brazos o todavía no pueden comer solos.

Tampoco con Sara voy a hacer el trabajo que se espera de mí: no voy a darle ejercicios para que escriba más recto. Pienso que los médicos tratan un corazón ocho veces lesionado, que la maestra observa una mano con dificultades para escribir. Yo no voy a trabajar con o para ese corazón o esa mano, ni tampoco con o para una boca que no sabe decir la [r) , sino con y para una niña que me parece atrapada por el miedo que atrapa a su familia, que es el miedo al crecimiento y a la muerte.