Para ello será necesario apuntar a la cuestión de la palabra en su doble función: de constitución del sujeto, y de herramienta para el tratamiento. Lo haremos viendo como se despliega en el dispositivo psicodramático lo singular de este sujeto, en lo que hace a su relación al otro, a sus propios objetos (a su cuerpo, en particular) y a los variados objetos transferenciales que en este dispositivo se ponen en juego. Veremos cómo, en la neurosis obsesiva, el psicodrama es especialmente adecuado para dar lugar a la posibilidad de una reescritura de la historia, con los efectos de curación que ello permite.
En primer lugar, porque lo que sabemos acerca del funcionamiento de la psique humana está lejos de poder constituirse en un conocimiento exhaustivo: lo real de la clínica irá siempre más allá del saber que se pueda construir al respecto. Lo que allí (en la clínica) sucede es de la naturaleza de la experiencia. Y en el intento de transmitirlo, que requiere una conceptualización, se produce una ganancia en el terreno del saber, correlativa a la pérdida de la cualidad de experiencia que dicha conceptualización implica. Por lo tanto, al disponernos a hablar sobre un tratamiento, debemos saber de antemano que nos enfrentamos a un desafío en el que la dimensión de la imposibilidad estará presente. En psicoanálisis, particularmente, sabemos que el agalma, lo más precioso, de nuestra experiencia, pertenece al orden de lo imposible de decir. La imposibilidad no debe confundirse con la impotencia, que conduce
a no intentarlo. Pero es necesario tener claro que el recubrimiento de lo real por el saber obedece al modelo de la curva asintótica, que se acerca al eje infinita y constantemente, sin llegar jamás a tocarlo. Por dos motivos: Cada teoría, cada manera de abordarlo, tiene sus propios paradigmas, su coherencia interna y constituye, a la par que un corpus, un código mediante el cual quienes la comparten se comunican entre sí para poner en cuestión sus prácticas y someterse a la prueba de la interlocución, a la prueba del otro. Cuando se trata de hablar con quienes no la comparten, por desconocimiento, o por desacuerdo, la cuestión se complica. Porque el particular recorte de lo real que constituye el objeto
de una ciencia, de una disciplina o de una praxis, hace a su propia
naturaleza. Por eso, sería necesario fundamentar los articuladores mayores de la teoría en la que quien expone se sustenta. Esta es una tarea irrealizable en el contexto de un encuentro como éste, y os tendré que pedir una aceptación provisional de los mismos para que el diálogo sea posible. Por último, hay un tercer orden de dificultades: La práctica de la que os voy a hablar no es, estrictamente hablando, un psicoanálisis. Para ir un poco rápido os diré que, en alguna ocasión (Proposición del 9 de octubre), Lacan definió como psicoanálisis puro a la teoría psicoanalítica y como psicoanálisis aplicado a la cura. Desde esta perspectiva, considero al psicodrama freudiano como otra forma de psicoanálisis aplicado. Comparte con la cura psicoanalítica algunos elementos, y tiene otros que le son propios: se trata de una práctica en grupo, donde la mirada adquiere una prevalencia similar a la de la voz, donde el cuerpo se pone en movimiento. Allí, la función del deseo del analista se pone en juego de una manera particular, acorde al dispositivo que la encuadra, y da lugar a un tipo de funcionamiento, distinto al que se da en una cura individual. Por eso he elegido, más que hacer un relato de un tratamiento en psicodrama freudiano en su totalidad, intentar mostrar, a través del análisis de un fragmento de una sesión, la manera en que, en dicho contexto, los analistas abordamos el tratamiento de las neurosis. Tomaré para
ello un caso de neurosis obsesiva, por varias razones. Segunda razón, psicodramática: pienso que la estructura del dispositivo psicodramático lo hace particularmente apto para el tratamiento de esta neurosis. Tercera razón, contextual: Teniendo en cuenta el marco en que este encuentro tiene lugar, "Cos i veu", me pareció interesante comentar, aunque lo haré muy brevemente, la peculiaridad de la relación del obsesivo con su cuerpo. Se trata de un paciente que ha llegado al grupo de psicodrama por una indicación de su analista, con quien continúa un análisis. Esto tiene su importancia para quienes, siendo psicoanalistas, practicamos el psicodrama. La pregunta por la relación entre las dos prácticas subyace a muchas de nuestras reflexiones. Intentaré mostrar, por eso, lo que yo pienso que este caso nos enseña al respecto, y que hace al problema de las indicaciones. Indicaciones en el sentido usual (indicar un tipo de tratamiento). Y en un sentido más específico, como un tipo de intervención en un tratamiento (indicar la toma de una medicación, una conducta determinada o, como en este caso, la indicación de hacer algo, hecha por un analista). El paciente en cuestión, al que llamaremos José, llega al grupo siguiendo una indicación de su analista. Debo decir aquí que se trataba de una indicación "bien hecha", en el sentido que José asumía la decisión como propia, y no se trataba para él de obedecer a un analista ubicado transferencialmente en la posición de Amo. Esta asunción es fundamental para que el paciente se comprometa con su tratamiento. Para eso es necesario que sea él mismo el que cruce el umbral del grupo de psicodrama. Al hacerse cargo de ello, pedir ayuda a alguien constituye cierta variación en su posición con respecto a sí mismo. El hecho de demandar adquiere la dimensión de acto, de atravesamiento. José tiene buenas razones para ello. Empresario, hijo de una familia acomodada, de alrededor de 45 años, José viene a ver a ver a mi colega de entonces (la persona con quien llevábamos el grupo, cuyo nombre le había sido dado por su analista) porque padece. Relata que se angustia muy fácilmente, que le cuesta desempeñar su trabajo en todo lo que hace a las llamadas "relaciones humanas", que son básicas para su buen desarrollo, ya que se siente "viviendo como encerrado tras un muro". Arañando las paredes desde dentro de la fortaleza que se ha construido sin ser conciente de ello, y que se ha convertido en una cárcel. Eso le hace sentirse siempre en falso. El muro es también una máscara. Engaña al otro y le deja aislado del mundo, sin poder establecer una relación que pueda denominar auténtica. Encerrado entre sus murallas, su actividad principal es lo que él llama pensar. Los contratiempos más triviales y los problemas más serios, los acontecimientos más nimios y los sucesos de mayor trascendencia, las noticias que no le atañen y las más importantes de su vida personal, son por igual motivo suficiente para que a José "se le dispare el pensamiento". No importa que él crea saber que darle vueltas a las cosas no le va a ayudar a solucionarlas, o que a veces el contenido de los "pensamientos" sea totalmente estúpido, y su repercusión emocional excesiva. Es como si su castillo estuviera desconectado del mundo hasta el punto en que resulta casi hermético. Así como nadie puede entrar, tampoco puede salir nada. Forzando la metáfora, y adelantando una hipótesis interpretativa, podemos afirmar que por no salir, no sale ni la mierda. Que carece de desagües. Por lo tanto lo que le entra, lo que viene de afuera, está destinado a una rumiación eterna. O, dicho de otra forma, no tiene por donde soltar la mierda. José la arrastra, así, por el mundo. En la forma de "pensamientos". Por último, esta peculiar manera de estar en el mundo, no deja de tener consecuencias físicas. Esa mierda que arrastra, aquello de lo que no puede desprenderse, le hiere. Le duele el estómago, le duelen los hombros. Está, como es lógico, siempre cansado. Esta situación no halla vías de solución en su análisis, que continúa después de varios años, por lo que decide aceptar la indicación de su anlista y acude a pedir entrar a trabajar en un grupo de psicodrama. Lo que acabo de relatar es el producto de una construcción hecha a partir de lo que José contó en las entrevistas previas, y de lo que fue desarrollando a lo largo de las primeras sesiones de psicodrama en las que participó. Pasaré ahora al relato de dos escenas que jugó José en una de las sesiones, promediados los primeros seis meses de su participación en el grupo, participación que no se prolongó mucho tiempo más. Aunque los aspectos formales del dispositivo prefiero dejarlos para el coloquio, en el que responderé a las preguntas que tengáis a bien formularme, en este punto es necesario, para seguir mi desarrollo, señalar algunas de sus particularidades. El grupo está compuesto por varios pacientes y lo conducen dos psicodramatistas, que alternan las funciones de animación de la sesión y de observación de la misma. La consigna para los pacientes es hablar sobre lo que se les ocurre (como se puede ver, no se trata exactamente de la asociación libre, aunque se indica que se trata de no prestar atención a la apariencia de falta de hilación entre lo que se les ocurre y lo que ha sido dicho o representado anteriormente). Del discurso de uno de los pacientes, y después de dar la palabra a otros participantes, el animador recorta una escena. Ésta se jugará a continuación, y el relator ocupará el rol de protagonista, haciendo de él mismo. Los antagonistas, los interlocutores, serán elegidos de entre el resto de los integrantes del grupo por el protagonista. Esta elección suele ser significativa. En psicodrama freudiano (a diferencia de lo que sucede en otros tipos de psicodrama) solo se representan escenas sucedidas, vividas, nunca escenas fabuladas, imaginadas. A partir de las asociaciones que la primera escena despierta en los miembros del grupo, es decir del discurso que la escena impulsa, se construye la escena siguiente, y así sucesivamente hasta el final de la sesión. Las escenas guardan una relación entre sí, se resignifican una a la otra. Como si de preguntas y respuestas se tratara, cada una contesta a la otra, muchas veces independientemente de su sucesión cronológca, de acuerdo a un tiempo particular, que asimilamos en su conceptualización a! tiempo del inconsciente (un tiempo sin Cronos). En este caso se trata de dos escenas sucesivas que José jugó en una misma sesión (las escenas que se representan son del mismo paciente, de lo que él mismo asocia después de la escena 1, o bien de otro participante, que asocia a partir de la escena de su compañero). Paso,
ahora sí, al relato del fragmento al que hacía
alusión al comenzar. Se lo ha planteado más de una vez, pero que ella no está de acuerdo, y le da un montón de razones para continuar juntos. Cada vez él cede a las argumentaciones que ella le presenta, pero en su interior el pensamiento insiste: ha devenido una carga, que lo agobia y que, una vez más (como sucede con otros pensamientos), irrumpiendo en su conciencia autónomamente, lo invade. Y le impide "estar del todo" en lo que hace. Se detiene en detallar los pormenores de su tortura, cuando el animador interviene invitando a los otros miembros del grupo a hablar, y sus asociaciones puntúan el relato de José, cambiando la prioridad de sus proposiciones. Podemos
dividir el relato de José en dos apartados: El segundo, su motivo de preocupación, un relato pormenorizado de la fenomenología de su sufrimiento mental. Este relato es la repetición de lo que ya ha dicho en numerosas ocasiones, aunque su contenido varíe. Se interrumpe por una intervención del animador, que precipita al diálogo. Las respuestas de los otros priorizan la primera, que él daba como subordinada, y permiten al psicodramatista indicar la representación de la escena en la que se produce el diálogo con su esposa. Durante la representación, :dice en un soliloquio: "sólo podría separarme si ella estuviese de acuerdo". José sólo podría hacerlo si esa separación no implicara un encuentro con la diferencia. Es decir, si no tuviera la dimensión de acto, lo que le remitiría a su soledad estructural. Paradójicamente, es ésta posición la que lo
aisla. Es evidente, incluso para él, que la conversación
es un falso diálogo, ya que en lo que hace a su deseo está fuera
de juego. En ése momento, aunque físicamente presente,
está ausente en tanto sujeto. Pero también aparece aquí un mecanismo típico de las formaciones del inconsciente. Osear Massotta dice, en sus "Conferencias de introducción al psicoanálisis", que funciona como un tero, ave que tiene la peculiar característica de poner el huevo en un sitio y cantar en otro. Y esto nos enseña acerca de la dimensión engañosa del síntoma manifiesto. Volviendo a la escena, cuando juega el rol de la mujer, comenta en un aparte: "Si rompo mi pareja, una pareja normal, sería como un niño malo... el niño malo de mamá". Esta frase es la que los demás subrayan en sus comentarios, mostrándole que habla tanto de su posición infantil respecto a su mujer, como de su miedo a la soledad que el momento de realización de un acto conlleva. Y
José produce una nueva asociación. Sin saber por
qué, le viene a la mente un hecho acaecido una veintena de
años atrás: Nuevamente, como en la escena anterior, es cuando juega el rol de su madre cuando aparece algo de lo que no tenía intención de decir. En este papel no para de hablar. Y como quien habla "para llenar el tiempo", le cuenta a José (es decir, en los hechos, se cuenta a sí mismo) una anécdota familiar. "Recuerdo a Juan, mi hermano", dice. "Le asesinaron al final de la guerra civil. Era militar, y le dijeron que le dejarían irse, pero era una trampa. Le habían detenido cuando estaba a punto de huir, y había un pequeño avión esperándole. Le dijeron que le dejaban irse, y él subió al avión, y fue justo en el momento en que estaba despegando cuando comenzaron a disparar, matándole". Al
volver a su rol , y escuchar este relato en boca del antagonista,
palidece y dice: "Siempre se me ha dicho que soy el vivo retrato
de mi tío Juan". Ya no está en una posición pasiva respecto a sus propios pensamientos, sino que se encuentra confrontado, por obra del psicodrama, a una decisión. Es en la transferencia donde la acción se juega. Y la representación produce un cambio en el tipo de discurso. Del discurso de un esclavo, cuyo amo es ese "pensamiento", al de alguien que se siente dividido. Esa división, ya en forma de pregunta, es la que lo hace hablar. En el pasaje de un tipo de discurso al otro hay un momento privilegiado, el momento de la vacilación. Aparece ahí, de una manera fugaz, un tercer tipo de discurso, en el que el sujeto aparece descentrado; lo que causa su discurso es el lugar que el otro ocupa en tanto representante (semblante, diríamos en términos lacanianos) del objeto. En ese momento casi virtual de tan fugaz, el saber que nace está en conjunción con la verdad. Se trata de lo que Lacan llama en su Seminario sobre el mor "la verdad en estado naciente". Y
eso le abre la posibilidad de una elección, que puede determinar
un cambio en su posición subjetiva. ¿Por qué, cabe preguntarse, ese momento de vacilación es tan importante? ¿Por qué la hipótesis de que ese es un momento de viraje? Porque es un momento en el que también vacila su consistencia yoica, momento en el cual lo estructurante de "los efectos de la palabra sobre el sujeto" (una definición lacaniana del inconsciente) se deja oír un fugaz instante, se abre en una pulsación. El yo de José es su defensa, la muralla es lo que le da consistencia. Al abrirse, en ese instante de radical encuentro con la alteridad que la escena propicia, el fantasma de la amenaza materna que lo sostenía desnuda su condición de puro enunciado, ya que el antagonista (el que jugaba el papel de madre) en el hecho mismo de prestar su voz para pronunciar dicha frase, se desplaza del lugar de puro soporte transferencial que José le asignaba. La particularidad del psicodrama, podría formularse, desde este punto de vista, es que conduce a un encuentro (con el desencuentro) con el otro. Para retomar los términos con que introduje mi alocución, pasar de la impotencia (ese rasguñar los muros desde dentro) a la .imposibilidad de un encuentro que haga Uno. Esto daría la posibilidad de establecer un lazo con el otro como tal, ya que al reconocer la alteridad, al abrirse la dimensión de la diferencia radical, es posible reconocer al otro como sujeto particular. Semejante,
prójimo, pero radicalmente otro,
inaprensible en su totalidad.
La madre es el Otro primordial. Es La Cosa mítica, el Das Ding freudiano. Satisface todas las necesidades, sostiene con su deseo la significación del sujeto, y es portavoz de los fundamentos simbólicos de la consistencia yoica del mismo. Pero en el momento en que se pone en juego su incompletud, La Cosa se pierde para siempre. Su deseo por un objeto más allá del niño muestra su falta, pero/solo a costa de esta pérdida, de este desgarramiento, el sujeto puede advenir en tanto deseante. En la neurosis obsesiva, la castración materna, insoportable a la par que necesaria, está inscripta en tanto reprimida. La sintomatología responde a un hecho estructural: la represión de la falta en la madre lo impulsa a completarla, produciéndose así un enlazamiento entre lo simbólico de las palabras y lo real del cuerpo. Por eso no podemos llamar a los síntomas físicos de José conversiones. No metaforizan con el cuerpo, al modo de los síntomas histéricos estructuras de palabras (la palabra hecha carne). Son más bien efecto (y muestra) de esa continuidad entre simbólico y real (de la que nos habló Charles Melman en su reciente visita a Barcelona). Solo con la pérdida de La Cosa, con el descompletamiento de la madre mítica, ha lugar a la misteriosa dimensión del deseo, y a la de su siempre enigmático objeto. El dispositivo psicodramático, animado por el deseo del analista, apunta a poner al sujeto en posición de elegir.
Este descentramiento esencial marca la imposibilidad de un encuentro consigo mismo. La libertad por la que el psicoanálisis apuesta, a mi juicio, es la que por no renegar de dicha imposibilidad, deja abierta una salida, más allá del dolor que ello implique (se trata, finalmente, del dolor de vivir), de la impotencia.
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